El colombiano al que la nieve y el frío de Pamplona le avivaban la nostalgia acabó por ganar en La Arboleda. Fue el primero en llegar junto al muro del cementerio. No le dio tiempo ni a levantar los brazos para ganar a su compatriota Carlos Alberto Betancur. Cuando pasó a nuestro lado, iba tercero, con la mandíbula prieta, poniendo su corazón a mil para alcanzar a Betancur y a Giampaolo Caruso. Lo consiguió según doblaba la curva. Le quedaba una recta, la misma desde la que en 2005 vi a David Moncoutié ganarle a Aitor Osa. La misma que, al fondo, se termina en un muro decorado con un frondoso bosque de pintura, le llaman "El bosque del cielo". No está tan cerca La Lejana, pero está lejos, a diez minutos de paseo de la plaza del pueblo de La Arboleda, a quinientos metros empinados que sirvieron para atraer a una afición que nunca renuncia al espectáculo del ciclismo en directo.
Ahora mismo, quedan más de sesenta kilómetros para llegar a Beasain. Y ahí están, aceptando cada emboscada, apretando los dientes, buscando una gloria que solo recomforta a unos pocos. Ayer recompensó a otro colombiano, a Nairo Quintana, que supo mejor que nadie jugarse el tipo en la última curva, la que esconde el santuario de Arrate. Jean-Christophe Peraud y otros cuantos recordaron a Iñigo Chaurreau una vez pasada la línea de meta. Ahora están ahí, otra vez en la carretera, al cobijo de un pelotón enfilado o respirando a bocanadas el aire húmedo de los valles.
Pero volvamos al miércoles. Comimos a todo correr para subir pronto y poder verlos dos veces. Aparcamos junto a lo que queda del viejo barrio del Arnabal y seguimos andando. Nos quedamos donde se reunía ya bastante gente, algunos reclamando que nadie se cargara sus trabajos, mucha gente joven, familias, policías locales, cicloturistas recuperándose de la subida, todos esperando a que llegaran por primera vez los corredores, antes de torcer a la derecha y empezar el descenso hacia El Campillo, que luego tendrían que volver a subir. Nos dio tiempo a contar chistes, a recordar tiempos, a fumar un cigarrillo, a sacarnos unas fotos, y, sobre todo, a conectar con los estudios centrales vía mensaje de móvil, desde los cuales nuestro experto en ciclismo Kantzelara-Kantzelase nos iba poniendo al día de cómo iba la carrera por allí abajo. Por él supimos que, tal y como también ha ocurrido hoy (hasta el día de ayer llevaba más del 70% de la carrera escapado), Amets Txurruka lo intentaba de lejos. No tardaron en empezar a aparecer las motos, los coches de dirección, los auxiliares y los organizadores con sus silbatos chillones. Pronto vimos cómo aparecía la escapada por La Reineta, y seguimos su destello mientras bajaban sin prisa pero con velocidad. Pasaron por nuestra curva como si les persiguiera la parca, sin levantar la cabeza del asfalto. Un minuto y medio después lo hacía el pelotón. Y como lo hacía, lo deshacía, y desaparecían en un suspiro, camino de Gallarta.
Daba igual. Lo que hubieran tardado en llegar y lo poco que les llevó desaparecer. Da igual. La excitación, la emoción, la agitación que produce vivir de cerca este deporte ya se había instalado en el poco raciocinio que me subí al monte.
Nos tomamos un café en la casa del pueblo. Rápido y viendo en el televisor cómo se empeñaba Omar Fraile, quien hoy mismo también está demostrando el futuro que le queda por delante. Fuera, en la plaza y en la cuneta, todos sus amigos se vestían con camisetas de Caja Rural, esperando a que el de Santurtzi pasara a su vera. Cuando faltaban menos de diez kilómetros, comenzamos a subir. Subir como subía con veinte años la cuesta de la Plaza del Gas un sábado de concierto en Fiestas de Bilbao: no era solo la pendiente que cansaba, si no el gentío que se amontonaba. Cicloturistas que se empeñaban en subir, aficionados que curvaban la cerviz, otros que ya habían encontrado su sitio y miraban hacia abajo. Nos cruzamos con Marino Lejarreta, sin bicicleta, y con Peio Ruiz Cabestany subido en ella, con mucha gente joven, aficionados veteranos, gente pertrechada con camisetas, banderas, otros sin ellas, ciclistas de domingo, amateurs que subían y bajaban la cuesta como si estuvieran pagando una apuesta. El ambiente confirmaba por qué este deporte ha superado todos los golpes que le han inflingido y los que él mismo se inflinge. Cuando apareció el primer ciclista, Giampaolo Caruso, todo el mundo se olvidó de quién era su favorito, de a quién había venido a animar, y se empezó a aplaudir. A todos y a cada uno, gritando su nombre de pila o animándoles en el anonimato. Daba igual. Ver sus siluetas en tensión, su silencioso peregrinar, la mirada centrada en una curva que parecen querer acercar con una milagrosa telequinesis, todo te acerca tanto a ellos, a su sufrimiento, a su gloria y a su miseria, que te olvidas de otras emociones mucho más peregrinas y que suelen manejar cómo gestionamos nuestra relación con el deporte profesional.
Nos mantuvimos allí hasta que apareció el coche escoba, justo detrás de Egor Silin y Alexey Lutsenko, que ya habían aparecido los últimos tras bajar de La Reineta. Aplaudimos a todos, o a todos los que pudimos, y si se podía, se les gritaba el nombre.
Cuando terminó, subimos a meta. Nos dio tiempo a ver a Sergio Henao tan sonriente en el podio. Poco después, subió Amets Txurruka, repleto de aplausos que se repiten cada día, gratis y convencidos, el recibo que le paga una afición que le aprecia el esfuerzo suicida, la locura madura de un ciclista que nunca ganará pero siempre ponderará lo que significa este deporte. El frío era intenso en el bosque del cielo, así que empezamos a bajar por la misma pista rallada que los ciclistas habían bajado en busca del autobús, la misma que hace meses subíamos nosotros camino de Peñas Negras, y al llegar a la plaza se te renovaba el entusiasmo al ver las terrazas llenas, los bares repletos, los niños revolviendo entre los árboles. También esto es parte del beneficio que trae un acontecimiento como éste.
Y, con la misma, nos fuimos. Yo no lo dije, pero bajaba en silencio, en el asiento de atrás, sonriendo por dentro como un niño pequeño, sin poder evitar recordar tantas otras veces que disfruté con la cercanía de un espectáculo que te reconcilia con las emociones más primitivas, las que siempre buscastes en esta relación torcida con el deporte profesional.
Está siendo una Vuelta al País Vasco emocionante y sobresaltada. La Vuelta de las travesías de pueblo, los asfaltas quebrados, las carreteras estrechas, los paisajes majestuosos. Y en cada empinada cima, un ramillete de aficionados que aplauden para entrar en calor. Está siendo la edición de la afición, tubos multicolores de gente en cada puerto de montaña, en los valles más angostos, en las veredas abandonadas. Está siendo la vuelta del relevo generacional: Omar Fraile se luce, lo intenta Thibaut Pinot, se cae Andrew Talansky, pierde Carlos Betancur, ganan Nairo Quintana y Sergio Henao (¡viva el renacimiento cafetero!)... La Vuelta de un puñado de veteranos que nunca se rinden. Queda lo mejor. Quedan menos de cuarenta kilómetros y una contrarreloj mañana que lo decidirá todo.
A espensas de quien llegue primero a Beasain, os dejo con unas cuantas fotos y en la televisión, el gesto valiente y afanoso de Omar Fraile.
2 comentarios:
Gracias por la crónica! Que recuerdos!
De rien
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