Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
lunes, 20 de octubre de 2008
Nigel Mansell
Esto no es educativo: el que conducía estaba borracho. Nosotros, detrás, también. Niños: no debeís conducir cuando estáis borrachos. Primero, porque no tenéis edad para conducir. Segundo: porque no tenéis edad para beber. Tercero: no es para tomárselo a broma, aunque tuvierais edad, no debéis hacerlo. Primero: porque es peligroso para vosotros mismos. Segundo: podeís joderle la vida a cualquiera y, de paso, jodérosla a vosotros mismos por el mismo precio. No le hagáis caso al señor ex-presidente, sí que hay gente que es quien para decirle a él cuando debe o no debe beber vino. Pero, yo no me caracterizo por haber tenido una vida muy sana y correcta, aunque tampoco es cosa ahora de dar la impresión de que he sido un rebelde con una vida repleta de situaciones arriesgadas. Es un término medio, una medianía igual de mediocre y equivocada. A lo que iba: el que conducía estaba borracho. Nosotros, en el asiento de atrás, también. Y en su descargo diré que conducía a veinte por hora aunque iba agasajándonos con un tour interminable por las calles de Bilbao a fin de no encontrarse con la policía en la salida de la autopista. Ya sabemos que, aunque luego no las recordemos de resaca, las conversaciones entre borrachos suelen ser muy cómicas, sobre todo para el que está sobrio y ejerce de testigo. El tipo que iba de copiloto no había bebido más que cocacolas, así que él fue el que guardó todo esto en la memoria para convertirlo en comedia melancólica mejor que en la potencial tragedia que le parecía cuando se montó en el coche a pesar de sus reticencias. Ya podías haber aprendido a conducir, le decía mi amigo al volante. Él nos contó unas semanas después como la gente miraba pasar el coche a paso de burra y asistían complacidos a la bulla que se podía ver a través de la ventana abierta. No era el ruido típico de música bum-bum y jóvenes chumba-chumba atemorizando con sus onomatopeyas incongruentes. Era el rifirafe dialéctico de una banda de treintañeros cabezones discutiendo sobre quién era más rápido si Nigel Mansell, Alain Prost, Ayrton Senna o los que todo el mundo conoce ahora. Alguien gritaba que Mansell era el mejor, y el otro le discutía que no, que Senna fíjate si iba rápido que no pudo tomar aquella curva. Yo decía que Prost, que Prost siempre fue el mejor y el más rápido. Mientras tanto, deambulábamos a veinte por hora por las calles de un Bilbao que amanecía sin más prisa que la justa en un domingo pasado por agua. Seguía la discusión y yo seguro que porfiaba para defender a Prost porque me gustaba su pelo rizado y su mono lleno de pegatinas y como decía tacos en francés. Senna era demasiado educado, demasiado normal. De Mansell no me gustaba el bigote aunque me recordaba a Tom Selleck conduciendo un deportivo rojo. El copiloto debía estar gritando que nos calláramos y que dejáramos conducir tranquilo a nuestro amigo que a veinte por hora, y eso si lo recuerdo, soplaba los morros y hacía burrum-burrum porque creía que el mejor era Sito Pons aunque fuera en moto. No tengo nostalgia de aquellos días, ni tan siquiera de aquellos pilotos, porque la formula uno siempre me ha parecido un coñazo y estoy cansado del bombardeo mediático desde que el asturiano le ganó la partida al alemán. Las motos, por mucho burrum-burrum que hagan, tampoco me llaman nada. Solo he disfrutado dos veces como dios manda de la emoción de una carrera y, en la primera y para variar, aunque no borracho, estaba de resaca, éramos monitores de tiempo libre y la noche había sido larga, muy larga, de hecho, porque mi amigo Diego y yo nos habíamos empeñado en ver amanecer desde la playa. A la mañana, obligados a preparar el desayuno, apenas nos levantamos recién nos acostamos y después de cumplir, nos sentamos en el comedor vacío, encendimos el televisor, Diego se hizo un porro, yo mezclé kalimotxo y una de las monitoras nos trajo dos bocadillos recién hechos de chorizo frito. Gritábamos hacia el televisor ¡dale gas Crivi! como si nos importara una mierda que ganara Crivillé, que no se si lo hizo porque nos fuimos antes de que la carrera terminara, pero estuvo emocionante mientras duró el bocadillo. La segunda, fue la misma mañana de domingo en la que conducíamos bajo el sirimiri a veinte por hora. Dos horas más tarde estábamos en el barrio, aun cuando se tardan veinte minutos sin tráfico. Nadie quería irse a casa, ni tan siquiera el copiloto sobrio, y a falta de otro sitio, nos metimos en el viejo café de la estación a desayunar. Dos de nosotros aún se emperraban en decidir si Nigel Mansell era mejor que Alain Prost. Nadie terció. Al poco, la dueña del bar encendió el televisor y nos pusimos a berrearle a la tele, ¡ Vamos Simoncelli!, Limoncello o como fuera, fue divertido que cada uno eligiera el suyo y brindáramos al final porque todos, cada uno de los pilotos que habíamos elegido se fue al suelo. Esa fue la segunda vez y última. Y eso es todo. Ah, no, dos cosas: solo recordar, niños, que no debéis conducir si habéis bebido y que ni tan siquiera debéis propasaros con la bebida, hablo en serio. Y, segundo, el mejor y el más rápido, sin duda, sin duda, fue Juan Carlos Delgado, "El Pera."
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