Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
viernes, 3 de diciembre de 2010
Alberto Tomba
Sigue soltero, creo, el esquiador más mujeriego de la historia. A ésta pasó por sus medallas, tanto en Mundiales como en Olimpiadas, pero luego muchos otros se acuerdan de sus fechorías y aventuras, especialmente en lo que compete a los ritos de apareamiento. Ahora anda por ahí trabajando por y para el esquí pero sin esquíes. Sigue tan engominado y dicharachero como siempre y continua disfrutando del buen beber y del buen comer. Ya dijo Paquito Fernández Ochoa en su día que era el mejor esquiador de su época, y eso fueron los últimos ochenta y los primeros 90.
¿Por qué hablo de Tomba La Bomba?
Porque nieva. Nieva en Lyon y nuestro amigo de las asics está pensando en ponerle cadenas a sus zapatillas, pero también nieva aquí, más al sur. Hace poco veía nevar por mi ventana, ahora parece que todo vuelve a calmarse. La carretera estaba deslizante pero evocadora, con todos los pinos ribeteados de blanco y el cielo plomizo recortándolos. Como venía despacio, he venido recordando. Y no me he acordado de Tomba, pero sí de mis aventuras con la nieve, el hielo y los deportes de invierno que nunca he practicado.
Mientras vivía en los Estados Unidos disfruté de la nieve a tropezones. Creo que ya hablé aquí del día que salí a correr bajo la nieve y volví con una pierna útil de menos por el hielo negro. Pero no fue el único día. Recuerdo correr hasta Morehead Park bajo una nieve ligera, con mi gorro de lana, mis guantes de lana, mi cara roja y una sonrisa bobalicona al respirar un aire intensamente límpido. Generalmente, descansaba junto al puente para ver el poco tráfico que resbalaba por la general. También recuerdo mi visita a Minneapolis, con más de diez grados bajo cero, el Mississippi congelado, y las cataratas de Minniehaha detenidas en el aire y en el tiempo, colgando como por arte de magia. También recuerdo, por supuesto, conducir el coche sobre un lago helado donde la gente hacía agujeros, como en la película "Beutiful Girls" para pescar. No me encontré con Natalie Portman, no. Ni con Uma Thurman. Y sobre todo recuerdo ir camino del Target Center para ver a los Minnesota Timberwolves jugar contra los Portland Trail Blazers sin pisar el suelo. Pasando de edificio en edificio a través de puentes acristalados mientras, fuera, a ras de tierra, unos pocos afro-americanos esperaban al autobús escondiendo el cuello y resoplando.
Pero sin ir tan lejos, también recuerdo los años en los que, en lugar de a trabajar, venía hasta aquí a estudiar. El día que nevaba venías en el autobús pensando en cómo te ibas a resbalar al subir las escaleras de mármol, así que elegías la opción con barandilla y rezabas mientras mirabas como ibas dando paso tras paso torpe. Un invierno, justo antes de vacaciones, nevó tanto que no merecía la pena ir a clase y estar en la cafetería parecía muy aburrido. Se montó una pelea de bolas de nieve en el patio y E disfrutaba como un niño corriendo de un lado para otro mientras yo le seguía a distancia y me escondía tras las columnas. Se fue uniendo más y más gente, gente de otras facultadas. Hasta tal punto que había escaramuzas y bandos y refuerzos y hasta un arsenal donde alguien iba manufacturando verdaderos proyectiles de hielo. Al final, me olvidé de mi poco sentido del equilibrio y me animé, pero para qué lo hizo. El momento más épico, el que recordó todo el mundo durante mucho tiempo, fue cuando, al desplazarse la batalla del patio al aparcamiento, no se me ocurrió más que seguir las huellas de mis compañeros que saltaban el poco más de medio metro de alzada del bordillo de las escaleras. Cuando estuve lo suficientemente cerca del borde como para saltar, me resbalé. Caí a cámara lenta, tan lenta que mientras caía, alguien, yo creo que de mi propio bando, alcanzó a lanzarme una bola de nieve que impactó en toda mi cara, una cara que luego cayó al peso, como un saco de patatas, contra el frío manto mullido de la nieve reciente. Ni quería levantar la cara hundida del hielo. Cuando me levanté, otra bola anónima impacto en mi cabeza. Pero ya no dolía, dolían más las risas armoniosas que unían a los dos bandos en amistad y jolgorio.
Por último, también me he acordado del día que nos dio por emular al mismísimo Alberto Tomba, aunque, muy probablemente, no supiéramos ni quién era. Habíamos subido a pasar la noche al Tostadero, un viejo refugio de piedra a unos 300 metros de altura desde el que se divisa toda la ciudad. La noche empezaba a cerrarse y había nevado ligeramente durante todo el día. Nos daba igual, no queríamos disfrutar de la naturaleza, solo queríamos beber, fumar, charlar, reírnos del primero que se emborrachara y a la mañana siguiente bajar a ver el partido del Athletic. Pero la noche se hizo larga y siguió nevando. Así que seguimos fumando y bebiendo, charlando y riéndonos los unos de los otros porque todos nos emborrachamos los primeros y al unísono. A eso de las tres o las cuatro de la madrugada, con una linterna en la mano, y aprovechando que había dejado de nevar, un amigo que compartía conmigo una forma muy ingeniosa de caminar haciendo círculos y un servidor, nos fuimos de expedición. Queríamos probar nuestros esquíes, porque habíamos hecho unos esquíes con unos tablones partidos por la mitad que alguien había abandonado en una esquina del refugio. Por el camino de tierra, encontramos unas varas, o hicimos unas varas con ramas caídas por el peso de la nieve y ya teníamos bastones. Tardamos casi dos horas en llegar a la explanada de Peñas Blancas y ya empezaba a amanecer. Nos sentamos en una piedra bajo un árbol para hacernos un porro mientras nos reíamos quién sabe de qué. En aquella laladera, dijo mi amigo. Lalalaladera, seguí yo imitando a Massiel, pero fuimos hasta allí. La nieve estaba blanda y no era mucha, pero lo suficiente para resbalar. En lo alto de la ladera nos calzamos nuestros tablones con los cordones de nuestras botas. Mi amigo dijo, tú primero. Yo contesté: no, los dos a la vez. Y dijimos, uno, dos, tres, y vete tú a saber por qué, no mentimos. Los dos cogimos impulso y nos lanzamos por la ladera abajo. Ahora me río. Entonces también. Pero ahora más porque ya no duele. Por ciencia o por lógica, mi amigo se torció a la derecha y cayó de bruces diez segundos después de arrancar, cuando uno de sus esquíes caseros se partió por la mitad y el otro se dobló de tal manera que para aguatar el equilibrio mi amigo no pudo más que rendirse a la evidencia del equilibrio y quedó con la cabeza clavada en la nieve y el culo erguido y apuntando al cielo. Pero no me dio tiempo a reírme, porque, por ciencia ficción o por magia, mis esquíes funcionaron de tal manera que no pude más que gritar mientras mantenía los bastones en el aire y me dejaba llevar por la inercia de la rampa. Disfrutaba de manera impúdica y kamikaze, sabiendo, porque lo sabía, porque miraba al frente, que la única forma de frenar era estrellarme contra la alambrada que separaba el bosque del camino. Así que allí terminé. De costado, golpeándome una nalga contra un bastón grueso de madera que tumbé, como tumbé parte de la alambrada que salvé de milagro al rebotar y acabar tumbado boca arriba sobre la piedrilla punzante del camino. Lo que más recuerdo es respirar acelerado y notar mis piernas levantadas porque los esquíes estaban clavados sobre la tierra. Y mirar el cielo. Estrellado y narcotizante. Luego vi llegar a mi amigo corriendo, con la cara roja y cojeando, tirarse a mi lado y empezar a reírnos con tantas ganas que dolían las heridas.
Cuando nos cansamos él dijo:
¿Repetimos?
Y yo contesté:
Que le den por culo a los deportes de invierno, tío.
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