La Crónica Deportiva Sentimental se fue de vacaciones. Y de vacaciones, Holden Caulfield ha aprovechado para emular a Javier Gómez Noya, y, aunque no haya medallas, y sí muchas distancias que salvar, me siento tan satisfecho como se puede sentir el suizo gallego.
Crónica se marchó de la ciudad hace ya casi una semana. En coche, sin prisa, bajó hasta las tierras pardas para subir luego hasta la punta más occidental de la península. Cinco días con sus cuatro noches en el paraíso de la costa gallega. Muy cerca de la casa del medallista de plata pero no lo suficiente como para ir corriendo. Aunque, correr, corrimos. Al menos, tres mañanas, dos acompañado durante unos buenos treinta minutos.
El primer día, mi compañera de cabalgadas me dirigió en 40 minutos a ritmo lento por el interior de la Isla de la Toja, siguiendo unos senderos que parecían adentrarse en un bosque enorme que no lo era. Dimos vueltas mientras la mañana se levantaba y los ruidos del bosque crujían bajo nuestros pies. Salimos fuera, llegamos al balneario, nos dimos la vuelta y ella tiró para el hotel. Yo, me di media vuelta, y volví a la Toja cruzando un puente que a primera hora de la mañana te ofrece una vista privilegiada del amanecer sobre el mar. Volví hasta el Balneario después de un rodeo junto al muelle del campo de golf. Tras volver a cruzar el puente, me marché por el pueblo de O Grove que aún no había despertado del todo. En total, 45 minutos más de carrera que añadí a los cuarenta anteriores, a un ritmo de 6'10 para hacer unos 7'5 km de añadido.
El segundo día, mi compañera se quedó en cama, cansada de comer marisco y beber albariño. Yo amplié la ruta. Volví a ver amanecer sobre el puente de la Toja y cogí dirección hacia el balneario, pero no me detuve en él, lo rodeé, me acerqué a ver la ermita decorada con vieiras, crucé el hotel, busqué la orilla, llegué al puente de regreso y decidí volver a hacer lo mismo. Dos vueltas a la isla y aún no tenía suficiente cuando cruzaba el puente de vuelta y me venían de frente todos los corredores que madrugaban menos que yo. Volví a seguir el camino del puerto hasta la lonja del mercado, pero, esta vez, tiré hacia adelante. Y me encontré con el paseo marítimo de Lordelo, y de regreso, con una caminata final hasta el hotel de casi 12 kilómetros y medio en poco más de una hora y cuarto a un ritmo más bien bajo de 6 minutos y 8 segundos, quizás menos porque mi mapa no era lo que yo pensaba.
El último día de nuestra estancia en las Rías Baixas, mi compañera se levantó con ganas y rompió todas sus expectativas, para motivarla de cara a su reto de enfrentarse a su primera carrera en las fiestas de Bilbao. Madrugamos bien pronto, buscamos el puente, rodeamos la isla de la Toja, volvimos a cruzar el puente clasicista y en lugar de parar en la rotonda, apretó los dientes y tiró hasta el hotel, donde se paró con buena respiración y la impresión de que si hubiera querido, habría dado más, pero entonces es cuando hay que parar (de correr y de escribir), según dice Haruki Murakami. Más de cuatro kilómetros a un ritmo lento pero firme que lo superó en más de media hora. Pero, lo dicho, lo que queda es la impresión de que no se debilitó en ningún momento, subió el ritmo al final, y pudo haber seguido si no fuera porque, entre otras cosas, a las doce teníamos que dejar la habitación y la maleta estaba sin hacer. Yo, sin embargo, seguí hacia adelante, y volví hasta el mercado, y seguí la costa por el paseo marítimo de Lordelo hasta rodear la ensenada y dar la vuelta en la pequeña cala que señala la sede del club remero de Mecos. Después, volver. Algo más de nueve kilómetros, para poco más de una hora de carrera, a un ritmo que mejoró después de la primera mitad pero que nunca fue rápido.
Así nos despedimos del sur de la costa gallega, cogimos el coche, y el Crónica se marchó hasta el interior. Por evitar peajes, tuvimos un viaje repleto de postales rústicas hasta llegar a Melide. Después de un par de días de comer pulpo en La Garnacha y regar bien el organismo con ribeiro blanco y tinto, esta mañana, al final, me calcé las zapatillas y salí a correr. No he llegado a los diez kilómetros por cien metros y he superado la hora, lo que hace un ritmo muy bajo por encima de los seis, pero no mina la satisfacción. Salí de nuestra calle para cruzar el camino de Santiago donde, a pesar de ser temprano, los peregrinos ya buscaban el albergue. Crucé el mercado de ganado, alcancé la Avenida de Lalín, pasé el Gadis y seguí por la nacional todo lo que pude, pasando las aldeas de San Cosme, de Teillor, de San Martiño, de Fordelos (este creo que lo escrito mal) hasta cambiar de rumbo en el cruce de Mirce y O Villar y volver cuesta arriba hasta Melide por el mismo camino. Cuando volvía, la carretera que se empinaba, el calor que empezaba a golpear, el alquitrán que me pegaba las zapatillas al asfalto, me ha parado el ritmo, pero ya iba disfrutando de una ruta rural que no me llevaba por el camino de Santiago, pero lo rodeaba.
Si a eso le unes que hace una semana salí con la bicicleta hasta el polígono de la Aceña y el parque más abajo y volví desde Galdames a Barakaldo, totalmente destrozado pero aún dando pedales y que, en O Grove, el hotel tenía piscina y me di unos quince largos trágicos y cómicos al mismo tiempo, ya tienes mi imitación de Javier Gómez Noya y todas las distancias que tienes que salvar. Sálvalas, pero no me vas a quitar la satisfacción: vacaciones, buen yantar, mejor beber, y ejercicio por rutas nuevas que parece que te dinaminazan las pisadas. Los tiempos no son buenos, pero como me decía hace diez días el vecino de las Asics, que también está de vacaciones en otro lugar paradisíaco, ahora hay que sumar kilómetros. Y esperemos que el verano siga así, porque el otoño y el invierno promete emociones ya tradicionales: desde Francia hasta Donosti, desde Santurtzi hasta Bilbao y desde donde sea hasta donde lleguemos para celebrar la II Pormaratoniana.
Lo dicho, grande Javier Gómez Noya, y pocas vacaciones que le quedan ya a la Crónica. Cuando volvemos, regresamos al ritmo, por ahora, vamos dejando huella allí donde pisamos, si no, mira la foto y cuenta las letras en la arena que baña el Atlántico. Casi nada.
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