Quizás demuestre muy poca elegancia por mi parte dedicarle el título de la entrada que resume el fin de las olimpiadas de Londres 2012 a Víctor Conte, antiguo dueño del laboratorio BALCO, y condenado a prisión en 2005 por una trama de dopaje que proporcionaba esteroides. En una entrevista con Martin Bashir en 2004, Conte confesó que gestionaba una trama de dopaje e implicó a deportistas de la talla de Marion Jones, Tim Montgomery, Kelli White, Dwain Chambers o Bill Romanowski. Si Conte ocupa el título de esta entrada, no es porque necesite recordar algo que ocurrió hace ya más de un lustro, si no porque, el ahora presunto escritor y preparador de boxeadores, se descolgó durante estos juegos con unas declaraciones en The Sunday Times que tuvieron eco a nivel internacional. Como siempre, sin especificar ni dar detalles, pero regalándonos el habitual titular impactante, Conte subrayó que el 60% de los participantes en las Olimpiadas lo hacen mejorando sus prestaciones con el uso de productos dopantes.
Como decía, me siento incómodo comenzando mi resumen de las Olimpiadas con este personaje encabezando, y no lo hago porque esté de acuerdo con él o comparta sus certezas aunque solo fuera en forma de sospecha. Lo hago para ilustrar, de alguna manera, el deterioro moral que sufre el deporte cuando siempre parece ir maniatado por la sombra de la sospecha. Más allá de las marcas, de las actuaciones, de las victorias o las derrotas, el deporte contemporáneo, en su versión pragmática y comercial, o en su versión más romántica e inmaculada, parece estar siempre amenazado por el ejercicio de la suspicacia y la conspiración. Hace tiempo que los ídolos se forman para caer y que los sueños de grandeza se desvirtuaron al descubrir el truco que sacaba al conejo de la chistera. El deporte, para bien o para mal, se acompaña siempre de intereses comerciales y pasionales (políticos en algunos casos: el artículo de Koikili Lertxundi en el periódico Deia esta misma semana, si no es que ha sido hoy mismo, podría servir como invitación a ahondar en este aspecto que aquí evitaré) que lo maniatan de la misma manera que, en ocasiones, lo engrandecen y lo magnifican. Aún así, el ser humano sobrevive comiendo y vive de sueños, tomen estos la forma que tomen, y se trunquen o se vulgaricen como quiera que se puedan truncar o vulgarizar los sueños que nos hacen humanos y divinos por construcción filosófica y por inspiración física.
Se necesitará que pasen años para que el presente adquiera la perspectiva de pasado y lo que ahora son resultados se conviertan en valores mayores que los puramente indicativos. Sin embargo, a estas alturas del siglo XXI, no solo corre mucho Usain Bolt. También la perspectiva histórica que, y no sin razonamiento, ya ha convertido al jamaicano en leyenda. Él ya lo es con 25 años. Cerró su participación con un tercer oro acompañado de récord del mundo gracias a sus compatriotas. Si todos los jamaicanos corren a esa velocidad, pronto pasarán de isla a península. Bolt compartirá, cuando todo esto pase a la enciclopedia, un lugar preminente junto con Michael Phelps. El nadador norteamericano, ídolo caído antes y después de ser ídolo alzado, anunció el final de su carrera tras convertirse, estadísticamente, en el mejor deportista olímpico de todos los tiempos con 22 medallas. Los números no mienten y, a veces, meten miedo. Si Mark Spitz sonaba a respuesta en las preguntas de trivial, Michael Phelps, algún día, le dará a alguien un buen puñado de euros en algún concurso de preguntas de la televisión. Me pregunto qué pensará Phelps de todo esto cuando, dentro de cuarenta años, suba cansado las escaleras de su casa y al abrir el armario para coger la bata, vea de reojo la caja de cartón con todas las medallas apiladas. Pero ésa es solo una historia que prefiriría que más que en mi cabeza estuviera en la de David Fincher.
En mi opinión, ninguno de los dos, con el tiempo, tendrá rival histórico que les robe protagonismo en las crónicas nostálgicas de estas Olimpiadas de 2012. Sin embargo, aún a espensas de que pasen esos años, son muchos otros los que también tendrán su espacio en los resúmenes finales de estas tres semanas infartantes de competiciones deportivas. Los británicos, a buen seguro, se quedarán con el escuálido fondista Mo Farah o con cualquiera de las 64 medallas que, finalmente, han conseguido los deportistas británicos. Cuarenta menos que los norteamericanos que encabezan el medallero por delante de los chinos con 87. En total, han sido 957 medallas repartidas entre 85 países distintos. Países como Tajikistán, Marruecos, Kuwait, Arabia Saudí, Hong Kong, Bahrein o Afganistán han ganado una medalla de bronce y Bostwana, Chipre, Gabón, Guatemala, Montenegro o Portugal una de plata. En este grupo de países unimedallistas, Algeria, Bahamas, Granada, Venezuela y Uganda suben más alto en el medallero porque la de ellos fue de oro. Precisamente el oro de Uganda ha sido uno de los últimos de las Olimpiadas. El ugandés Stephen Kiprotich ha conseguido el primer oro olímpico en maratón para su país después de que el excorredor de obstáculos se deshiciera de los keniatas en unos últimos kilómetros para enmarcar, aunque no fueran en el estadio como mandaba la tradición (y en mi opinión, una buena tradición). Pero, como decía, muchos son los protagonistas y a buen seguro que los 957 medallistas cuentan con su particular historia de superación y privaciones que daría para que David Fincher estuviera haciendo películas el resto de su vida. Sin embargo, no todos disfrutarán la notoriedad que, a buen seguro, tendrán los Usain Bolt, Michael Phelps o Mo Farah. Si mis datos son correctos, se han batido 30 récords mundiales, pero poca gente recordará, cuando pase el tiempo (y sin que pase), que la china Zhou Lulu batió el récord en levantamiento de peso en la categoría femenina de más de 75 kilos o que el bielorruso Sergei Martynov superó el récord mundial de tiro en posición tendida a 50 metros.
Seguro que, sin embargo, sí recordaremos la lesión de Asafa Powell, los músculos de Yohan Blake, el gol de Oribe Peralta, las canastas de Kevin Durant, las pedaladas de Alexander Vinokourov y Bradley Wiggins, a Elena Lashmanova, a Allyson Felix, a Sun Yang, la voltereta de Jorge Dueñas, el grito de Maider Unda, Jade Jones, Luc Abalo, los alemanes Julius Brink y Jonas Reckermann, Wojdan Shaherkani, Chris Hoy, Ryan Lochte, Gabrielle Douglas sin ser ni tan siquiera mayor de edad, Andy Murray, Venus y Serena Williams, Tiki Gelana, Oscar Pistorius, los hermanos Brownlee, Evgeniya Kanaeva, Keshorn Walcott... Y tantos y tantos otros, incluso alguno que pasará a la historia por motivos ajeno a lo meramente deportivo, como Paraskevi Papachristou y su afición por el twitter, los casos de dopaje, o el pedo de Gijs Van Hoecke, que tendrá que fijarse en la figura de Ivan Ukhov, el saltador ruso que pasó de la mofa internacional cuando compitió completamente borracho en el Super Grand Prix de Lausana en 2008, al pódium olímpico, cuatro años más tarde, tras llevarse el oro en estas Olimpiadas de Londres de 2012. Cada país tendrá su héroe, cada héroe tendrá su historia, cada historia tendrá su secreto mejor o peor guardado. Muchas de ellas se contarán. Otras ya se han contado. O se están contado. Y, dentro de cuatro años, tendremos muchas más. A pesar de lo que diga Víctor Conte, de lo que reflexione Koikili Lertxundi, de lo que escriba yo en este blog con más o menos pretensiones, seguirá habiendo oro, seguirá habiendo plata y seguirá habiendo bronce. Seguirá habiendo cobre que se robe mientras se disputen las Olimpiadas y el mundo girará de igual manera sea lo fea que sea la mascota o aunque alguien consiga superar un final tan dramático como el que hoy cerrará el ejercicio de autoestima británica con el regreso a los escenarios de las Spice Girls.
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