Lo explicaban en el New York Times al hacer la crónica del partido. Y lo hacían con un solo detalle, así, de un plumazo: ningún jugador de la selección norteamericana de hockey sobre hielo había nacido cuando se produjo el milagro sobre hielo.
T.J. Oshie, por ejemplo, nació en 1986. Seis años antes, en 1980, durante los juegos de invierno de Lake Placid, los USA, aún bajo las reglas del amateurismo que se autoimponían a la hora de elegir sus selecciones, se enfrentó, en la ronda final por la lucha por las medallas, a una selección soviética que había conseguido seis de las últimas siete medallas de oro olímpicas. Un puñado de universitarios americanos contra una legión de poderosos profesionales soviéticos encabezados por el que, para muchos, es aún hoy en día el jugador más grande en la historia de este deporte, Valery Kharlamov quien, por cierto, era hijo de una exiliada vasca, una de tantas niñas que formó parte de los llamados niños de Rusia. Incluso, cuando Kharlamov contaba con ocho años, vivió durante uno en el País Vasco junto a su madre. Aún así, volvieron a la Unión Soviética. El caso es que aquel partido superó lo extrictamente deportivo, como no cabía esperar de otra forma, tratándose del año 1980. Ronald Reagan ganaba las elecciones ese año y de la mano de una también recién elegida Margaret Thatcher se proponían borrar de la faz de una tierra dividida por los colores de las alianzas al comunismo y el poder soviético que encabezaba, aún, Leonidas Brezhnev. En aquellas circunstancias, cuentan las crónicas que el Field House estaba repleto hasta la bandera y precisamente banderas con barras y estrellas, cánticos patrióticos y soflamas enfervorecidas no faltaban. El discurso que Herb Brooks le leyó a sus muchachos aún se cita como reclamo de orgullo. Más que nada, porque les salió bien. Ganaron a los soviéticos por un resultado final de 3 a 4 y el partido se convirtió en lo que, hasta en la wikipedia lo puedes encontrar así, se acabó por denominar "el milagro sobre hielo", una hecho real convertido en leyenda que para unos alcanzó la categoría de evocación maravillosa y, para otros, la de pesadilla. Por cierto, no se disputaban rondas eliminatorias como se hace ahora, si no que los clasificados para la lucha por el título se enfrentaban entre ellos. Así que, aunque el partido se vistió con el traje elegante de la gloria, a los norteamericanos aún les quedaría conseguir más victorias para, finalmente, alzarse con la medalla de oro y todos los elogios, premios de Sports Illustrated y todo, que vendrían más tarde. Aunque ninguno como haber ganado una pequeña batalla en aquella larga guerra de bajas temperaturas.
Sin ir más lejos, en el propio New York Times leía hace poco cómo, siendo entrevistado a razón de este partido, el organizador de las Olimpiadas de Sochi 2014, Dimitriy Chernyshenko explicaba que solo recordaba tres películas de miedo de su infancia: Viernes 13, Pesadilla en Elm Street y el documental que se hizo para registrar aquel partido. En ese mismo reportaje, Juliet Macur, autora del artículo, explicaba cómo la rivalidad entre los USA y Rusia había decaído tanto en lo deportivo, como en lo político. Y es que, quizás debería haber explicado esto desde el principio, el duelo se repitió durante estos juegos de Sochi y hace solo unos días, Rusia y los Estados Unidos de América volvieron a enfrentarse sobre el hielo de una instalación olímpica, en esta ocasión en el palacio de hielo del Bolshoi, para disputar no una medalla, pero sí el derecho de luchar por ella más tarde.
Los norteamericanos volvieron a ganar a los rusos en Sochi. Esta vez, llegaron hasta los penalties y, ahí, TJ Oshie se convirtió en el nuevo ídolo o héroe americano. Solo es un partido de clasificación, sucedido ya que rusos y norteamericanos comparten grupo de clasificación, pero aún queda mucho camino hasta llegar a la lucha por las medallas y, quién sabe, quizás ambas selecciones vuelvan a encontrarse y unos tengan la oportunidad de vengarse y los otros de urgar aún más en la herida. Quizás entonces, sí que haya algo más de ambiente y de tensión en las gradas, porque, según las crónicas, la distancia entre aquel Field House y el Palacio Bolshoi fue enorme. La guerra fría se quedó solo en eso, en frialdad, al parecer.
Por lo demás, no me preguntes mucho más sobre lo que anda ocurriendo en Sochi. Sé que un patinador español se quedó a las puertas de una medalla, que Lucas Eguibar tenía una oportunidad de conseguirla hoy, que Bode Miller se ha emocionado al conseguir una medalla de bronce, que ha habido celebraciones eróticas o, al menos, a la prensa deportiva española le ha dado para ponerse picante en la creación de titulares y poco más. Si las bicicletas son para el verano, los deportes de invierno son para otro. Yo, la verdad, no me empapo. Ni aunque me caiga rodando por la rampa de saltos. Ni así me empapo. Eso sí, una historia como la de la archirivalidad descolorida del hockey hielo sí que ha conseguido llegar a mis oídos.
Y me ha traído un recuerdo: la de aquella película de Paul Newman, ¿cómo se titulaba?
Posdata: la foto, ya que también los he usado como recurso bibliográfico, la he recogido directamente de la información digital que publicaba The New York Times. Así que de ellos son los derechos y el derecho de mandarme que me corte un poco al robarles material gráfico, la verdad.
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