viernes, 1 de mayo de 2015

Andoni Iraola



"Vaya puto paquete." 
Y lo repitió mil veces. Y le daban la razón. 
"¿Quién es ése?" 
"Vaya puto paquete."
En la grada de Lezama siempre hace un frío que pela. Los pájaros corren libres por el valle pero también las corrientes de aire. Más aún en aquella época del año. La gente se subía las solapas del abrigo y se pegaba tanto como podía al compañero del costado, incluso aunque fuera desconocido, o aficionado del equipo rival. En la grada de Lezama no hay respaldos. El culo del de delante se topa con la punta de tus zapatos. En mi caso, aquel día, mis zapatillas andaban de puntillas cerca del trasero de aquel tío que me estaba poniendo enfermo. Darle un puntapie era lo que más me apetecía en aquel momento. 
"Pero qué puto desgraciao, ¡paquete!, ¿éste es el futuro del Athletic?, ¡manda güevos!"
No era el único que opinaba lo mismo y los demás también parecían opinarlo con el mismo ímpetu. Mis pies se acercaban más a su trasero, mi hermano se reía por debajo del cuello de su abrigo, el partido seguía, y mi padre me cogía ligeramente del brazo y con la voz cansada, me susurruba:
"Estáte quieto, déjalo."
Y lo dejaba.

Era la decimoséptima jornada de Liga en el grupo 2 de la Segunda división B. Temporada 2001-2002. Al Barakaldo CF lo entrenaba Peio Agirreoa y acabaría ganando la Liga, con 79 puntos y solo 19 goles encajados en 38 partidos. Era el Barakaldo de los Asier Armendariz, David Gallo, Raúl García, Kepa Zarraga, Jon Urzelai, Galder Izaola o Sendoa Agirre, y, en aquella jornada, visitaba Lezama para enfrentarse al Bilbao Athletic en las instalaciones deportivas de Lezama. Los cachorros, a quienes entrenaba Carlos Terrazas, se quedaron fuera del play-off en aquella ocasión. Varios de aquellos jugadores, sin embargo, debutarían en Primera división, aunque, eso sí, pocos harían carrera: Ander Murillo, Javi Casas, Unai Expósito, y, sobre todo, tres que aún están en activo, Aritz Aduriz, Carlos Gurpegui y Andoni Iraola.

Ir a Lezama para ver el derby era (y es) una tradición. La pequeña grada del campo dos de Lezama, la que lleva el nombre de Piru Gainza, se convierte en un pequeño hervidero gualdinegro con toda la gente que, aprovechando la cercanía del Txorierri con la ribera del Nervión, se presenta en el aparcamiento de Lezama, ansiosos por demostrar que no tenemos disputa para filiales, que nuestros rivales son otros. Aquel año no fue distinto. El frío no pudo con nosotros. La emoción fue incluso mayor cuando mi padre decidió acompañarnos. Para entonces, su enfermedad ya estaba muy avanzada y le costaba salir de casa. Recuerdo aparcar lejos del estadio, junto a un barrizal, y caminar lentamente mientras mi hermano y yo le dábamos conversación y vigilábamos en silencio su respiración. Pero se le veía sonreír ligeramente y le brillaban los ojos. 

Mi padre fue el que nos llevó de la mano a Lasesarre. No recuerdo el día exacto, pero nos llevó. Para cuando me alcanzan los recuerdos, ya me siento en la preferencia del viejo estadio como si estuviera en el salón de mi casa. Aún hoy en día puedo recordar cada esquina y cada rincón, cada pliegue y cada recoveco, como solo lo puede recordar un niño inquieto que brinca, aventura y descubre con tanto misterio y excitación como después es capaz de guardar en la memoria. Eso sí, siempre, detrás, la figura de mi padre, de pie, junto a sus compañeros, serios, viendo el partido, discutiéndolo, desmenuzándolo, y yo, desde abajo, pegado al hormigón desconchado que limitaba la banda, observándole como si estuviera observando una aparición extraordinaria. Él nos llevó a Lasesarre y ahora nosotros le llevábamos a Lezama. 

Probablemente, jamás he deseado con tantas fuerzas que el Barakaldo ganase un partido. Quería que todo fuese perfecto. Quería que mi padre sonriera, disfrutase, se divirtiese, incluso, si le apetecía, que llorase de alegría. Quería que todo el mundo a mi alrededor estuviera contento y que hiciera sol y que el Barakaldo disfrutara con la victoria y al Bilbao Athletic se la sudara la derrota. Que todo terminara como en una buena película de Hollywood. Pero eso, y eso lo sabemos todos, no sucede nunca. Y menos, cuando eres aficionado del Barakaldo. O quizás sí, sucede... sucederá. Quién sabe. 

El partido terminó 0-0. Estuvo lleno de polémicas, con expulsados, fue trabado, intenso, y nos lo estropeó el tío de delante y sus colegas con su verborrea extenuante, glosando cada remate, cada despeje, cada pase, como si todos fueran dignos de una tesis doctoral. Nos lo amargó con sus insultos y sus comentarios y yo estuve apunto de explotar con la punta de mis zapatillas, pero mi padre me cogió del brazo y me dijo: "Estáte quieto, déjalo." Y lo dejé. Lo dejé, además, porque el tío llevaba al cuello la misma bufanda que llevaba al cuello mi hermano. El tío también quería que todo fuese perfecto, o casi; quería, aparentemente, que el Barakaldo ganase el partido, aunque, probablemente, oído lo oído, preferiría que al Bilbao Athletic le doliera sobremanera. Lo dejé estar. 

Lo dejé estar porque, además, mi padre dejó que pasaran unos minutos, y, después, en un aparte en el que la grada se calmó o se tomó un descanso, mientras Sendoa Agirre abandonaba el campo para que, en su lugar, saliera Aitor Pradales, se acercó mucho a mí y me susurró al oído: "Olvídate de ellos y disfruta del partido, siempre hay cosas mejores que oír y ver."

Mi padre nunca fue hombre de aforismos. Era un soldador de la Babcock & Wilcox, alguien acostumbrado a malear el hierro, no el verbo. Alguien que usaba las manos, que daba ejemplo con su gesto y con su posición, no con su parlamento. Era una persona tierna y sensible bajo una urdimbre de flema y parquedad. No recuerdo grandes frases que me sirvieran de lección, pero todo lo bueno que tengo lo he sacado de él. Y aquello también. Porque me lo decía él, con los ojos hundidos por la enfermedad y los huesos de la mandíbula marcándole las formas de la cara. Me lo decía él con su penitencia por dentro, con esa silenciosa y dolorida gravedad y pundonor que le habían y le hicieron luchar, sin aspavientos pero sin concesiones, hasta el último momento. Me lo decía él, con una media sonrisa, y después se callaba y volvía al partido, sin alterarse, siguiéndolo cómodo y atento, como si con su mirada fuera dibujando las líneas invisibles que descubren el secreto del juego. 

Me olvidé de ellos. Me dediqué al campo. Siempre hay cosas mejores que oír y ver, y me dediqué a oírlas y verlas. En Lezama se puede oír el viento que le enreda el pelo a los espectadores y se divierte soplándoles en la oreja. Se puede oír a los pájaros jugando en el patio de casa. Se escucha como rasgan los tacos sobre la hierba baja, como resbala el balón sobre la tierra húmeda, como repica el sudor contra el poliester. Me dediqué a eso y a perseguirle los gestos a los jugadores y a fijarme atentamente en aquel al que mi compañero de grada había catalogado de "paquete" para el resto del partido. 

Era un chaval espigado, con cara de niño, bien peinado, que se resistía a sacudirse la bola de encima. Jugaba más en el centro del campo que en la banda y parecía lento pero listo, hábil pero reposado. No hacía ruido, le costaba levantar la cabeza, y, a veces, daba la sensación de que el partido le pasaba por encima como una locomotora sin frenos. Luego, se levantaba de golpe. Había que ver y oír con más atención. Tenía una suavidad innata en sus movimientos. Sabía ver sin mirar. Daba la sensación de tener el partido controlado por la nuca. Y nunca parecía alterarse por sus errores, por los gritos de mi compañero, por otro balón que parecía repudiarlo. 

No hizo un gran partido aquel día, pero a mí me dio la sensación de que Andoni Iraola podía ser un buen jugador de primera división y, probablemente, no fue porque yo tuviera ninguna agudeza especial para descubrir talentos, si no porque me podían más las ganas y el deseo de ver cómo aquel tío incontinente de la fila anterior se equivocaba de cabo a rabo. Y lo hizo, pero ya no voy a ser capaz de recordárselo nunca y él, probablemente, lo haya olvidado. 

Andoni Iraola anunció ayer que no renovaría por el Athletic Club. Se marcha para vivir nuevas experiencias después de doce temporadas y más de quinientos partidos con el primer equipo. Siempre mesurado y cauteloso, siempre reflexivo y educado, su ejemplo en el campo y fuera de él, alimentan los valores en los que los aficionados del club de Bilbao creeen con tanta fidelidad como desesperación. También su despedida fue discreta y comedida, con una amplia sonrisa, sin querer notoriedad, humilde y apacible en sus recuerdos y comentarios. Apenas le dedicaron un rincón en la prensa nacional deportiva, por supuesto, y para muchos no será noticia que reclame más atención. Así se fue Andoni Iraola de su club tras una vida dedicada al mismo, doce años en los que le ha representado con el aliento y la medida apropiadas. Y más o menos así, se fue mi padre, tras una vida dedicada a crear una familia, sin aparecer en la prensa deportiva, pero dejando el mismo recuerdo indeleble en nuestras memorias que Andoni Iraola debería dejar en la de los aficionados del Athletic. 

Nunca se conocieron, ni lo harán, ni había necesidad de hacerlo, pero de alguna manera, aquel adolescente espigado y despierto que buscaba un futuro sobre el césped de Lezama y aquel aficionado del equipo contrario, reservado y manso, que le veía jugar desde la grada, quedaron unidos en mi memoria para siempre. El adolescente es un veterano que se despide ahora, con un brillo en los ojos y una sonrisa medida que me han traído recuerdos. Los recuerdos de aquel aficionado que a mí me llevó por primera vez al campo de la mano y me inoculó, para siempre, este veneno del fútbol que me ha llevado a escribir esto hoy, viernes 1 de Mayo, día del trabajador, muy pronto por la mañana, mientras fuera llueve y el viento revuelve los geranios y dentro mi hija y su madre duermen apaciblemente en la cama. No podía haber mejor día. Aquel otro, no salió perfecto, como yo quise y quería, pero habrá otro día y me gustaría creer que, esté donde esté, el soldador de la Babcok & Wilcox será capaz de alcanzar a agarrarme del brazo y susurrurme al oído: "¿Ves? Te lo dije, siempre hay cosas mejores que oír y ver." 

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