viernes, 15 de septiembre de 2017

Manuel "Manolo" López Martínez

Autor: Ángel Chaparro Sainz
Número de socio del Barakaldo Club de Fútbol: 698




Cien historias mínimas

El fútbol es mucho más que un simple juego. Mucho más que una competición. Es algo más que profesión y deporte. Sí, es un negocio. Dinero, postureo, aire. Una valija robada. Ídolos de ceniza que se esfuman cuando sopla el viento del tiempo.
También es poesía. Aunque sea mala, como ésta. Pero es poesía. Poesía vulgar e hinchada; subjetiva y afectada. Pero poesía.
El fútbol, sobre todo, es ordinario y humano: la vida. Así escrito, en vano pero tras dos puntos, parece algo muy trascendente y noble, pero no deja de ser simplemente igual que todo lo aburrido que hacemos día a día. El fútbol también es eso. O parte de eso. Somos nosotros: los envilecidos, los plebeyos, los demediados, los simples, los ignorados, los que no salen ni saldremos en las fotos ni en los libros. Los que no recuerda nadie.

Solo los que le quisimos, por ejemplo, recordamos a mi padre. Sin embargo, para mí, él es el Barakaldo Club de Fútbol. Tanto o más de lo que pudieran serlo iconos como el escudo, lugares como el estadio, evidencias como su número en el registro de asociaciones deportivas.

En cien años que el club cumple ahora, éste se ha ido formando a base de crear una historia, y por tanto, una identidad, una razón de ser: ha encontrado un hueco en el mundo, por mucho que el hueco sea pequeño, tan diminuto como un rincón húmedo en una anteiglesia cualquiera, invisible si se mira desde lo alto de los despachos que federan o desde el estrado de la gala donde entregan premios bañados en oro o plata. Lo ha ido logrando, eso sí, poco a poco, gracias a distintos protagonistas, a triunfos y derrotas, con el paso de los años, apoyándose en cosas menos tangibles: la memoria, el vínculo que se hereda, el eco que queda de los que gritaron allí dentro, el rastro de los que rasgaron el campo, hasta el olor limpio que permanece siempre si una vez disfrutaste de cómo huele el verde recién segado. La gente y lo que hace la gente, bueno y malo, ha ido conformando este club, igual que se conformaron los otros: cientos de goles que marcaron jugadores que ya nadie recuerda, los que también erraron otros y aún hoy duelen, los contratos que firmaron los que dirigieron el club, los empleados que firmaron al lado, los que salieron en las ruedas de prensa, los que las grabaron, las máquinas que entraron a derribar el viejo estadio, la cal que se pintó y la que se borró, todos y cada uno de los hinchas, las hinchadas contrarias, los que se hicieron socios y los que no renovaron, los recién abonados, los veteranos, los espónsores, los vítores, los trofeos, las risas en el bar, los guardametas que se apoyaban en el palo y hasta los linieres que corrieron nuestra banda dejando marcada una línea de barro que parece el margen fino del precipicio que separa al futbolista del aficionado.

Entre todos ellos, aunque pocos le recordemos aún, yo sitúo a mi padre en primera fila. En cien años de historia, la suya fue tan importante como la de todos los demás: él fue el club, igual que hasta la estrella más pequeña del firmamento sigue siendo parte del universo por muy insignificante que sea esa parte.

Eso es fútbol: historias mínimas que no se enciclopedian pero que gente anónima se guarda dentro, como tesoros incalculables que nos han hecho ser quienes somos, aunque seamos poco y por poco tiempo.

Tengo muchos recuerdos en y del viejo estadio de Lasesarre, donde, durante años, este club centenario disputó sus encuentros como local. Yo era un niño al principio, inocente, torpe, entrado en carnes, bastante feliz y curioso. Aquel estadio que siempre pareció viejo, de otro tiempo, era un jardín de juego, igual que el patio del colegio o la calle donde vivías. Me pasaba gran parte de los noventa minutos pegándole patadas a las piedras descascarilladas del murete o capirotazos en el cogote a los amigos, colándome por las esquinas, paseándome por los tendidos, buscando musarañas, a veces, incluso, mirando el partido. Pero, siempre, cuando lo necesitaba, aunque fuera por inercia, me daba la vuelta, y allí estaba mi padre. Bajo la uralita, en la sombra, junto a sus amigos, viendo al partido pero, al mismo tiempo, atento para saber que yo me había girado y le buscaba con la mirada. Me sonreía como él solo sabía sonreír, con ese gesto quebrado que daba tanta calma como compasión. Su sonrisa. Las tertulias en los bares, antes del partido y en el descanso: aún puedo verme escuchando, agazapado, a la altura de sus cinturas, intentando interpretar conversaciones, entre el humo de tabaco, que parecían ocurrir en otro idioma, venir del país de los adultos. Entrar con él de la mano en el estadio. Su mano. Los dos crecimos dentro de aquel estadio, domingo a domingo, sin darnos cuenta. Años después, temporadas más tarde, crecido y perdido, yo prefería irme después de entrar, buscar a mis amigos en la Cábila, fumar a escondidas, darle un buche a la petaca, jugar a ser mayor y empezar a elegir un camino que, poco a poco, me iría llevando lejos de mi padre y lejos del fútbol de segunda división B. Ahora lo veo más claro que entonces, tiene coña, porque lo que sí recuerdo, por ejemplo, es aquel partido en concreto y aquel empate en el último minuto, y cómo me recorrí toda la preferencia a zancadas, para buscarlo en su zona, donde estaba como siempre, bajo la uralita, en la sombra, junto a sus amigos, viendo el partido pero, al mismo tiempo, atento para verme venir corriendo y aceptar el abrazo. Un abrazo torpe, de los que no sabes dar. 
Su sonrisa, su mano, y aquel abrazo, como tantos otros que se han dado en aquel viejo estadio y se darán en el nuevo, también ayudaron a cumplir cien años de historia. 

Mi padre no llegó a conocer el nuevo estadio. Murió mientras estábamos en el exilio, en la Ciudad Deportiva. Parecía que alguien nos había abandonado allí, a medio camino entre el futuro y el pasado, añorando lo que siempre conocimos y sospechando de lo que nos prometían. En esa época, se fue mi padre. A mi hermano y a mí nos costó volver al campo. Cuando volvimos, lo hicimos juntos. De hecho, yo volvía después de bastante tiempo, después de repudiar todo aquello porque me creía mejor que nadie. Casi por inercia y en silencio, fuimos caminando hasta un hueco de la curva norte, la que da al cementerio. Allí veía él los partidos. Nunca dejó de ir. Con la enfermedad en la piel, tumbándole la espalda, siguió yendo mientras pudo. Un día de frío y lluvia, incluso fuimos hasta Lezama. Le costaba caminar, la gente nos adelantaba, pero le brillaban los ojos como si volviera a creer que nada iba a poder con él. No recuerdo contra quién jugábamos aquel día que mi hermano y yo volvimos solos al campo, cuál fue el resultado, cómo salimos de allí. Lo que sí recuerdo es el silencio que compartimos. Parecía que todo el estadio lo compartía con nosotros: como si nos quisieran dejar solos, en paz, con él. El Barakaldo marcó un gol. Mi hermano y yo nos dimos la mano. Los dos teníamos los ojos incendiados, preludio de algo que queríamos y conseguimos evitar. A partir de aquel partido, todo costó un poco menos.

Le hubiera gustado el estadio nuevo, a pesar de todo. A pesar del polvo, las goteras, los charcos y los baños; el frío, los partidos perdidos, los cabreos desmedidos y los errores del árbitro. Sé que le hubiera gustado. Y a mí me habría gustado que lo conociera. Echo de menos su sonrisa, su mano y aquel abrazo. Echo de menos todos los que no fuimos capaces de darnos. Sé que, con el tiempo, habríamos aprendido a darlos mejor. Aún hay días, porque la vida real nunca deja de darte ostias, que, esté donde esté, me doy la vuelta y le busco, debajo de la uralita, en la sombra, junto a sus amigos. Pero ya no está. Solo hay una cosa que me consuela, o que, al menos, me mantiene alerta, ajeno al desaliento: pensar que quizás, ahora, la que se dé la vuelta sea mi hija y yo deba ser quien esté atento. Eso me lo enseñó él. Igual que me enseñó a querer. A querer, incluso, a un equipo de fútbol. A aceptarlo como es, con lo que te gusta y con lo que no. A ver el fútbol con pasión y con paciencia, con sentido común y con fogosidad, con el equilibrio justo para que nunca pierdas de vista la única verdad: que no la hay absoluta y que siempre es relativa.

Así que, de verdad, creo que el fútbol no es solo juego, competición, dinero. Es vida, como solo puede serlo la vida: fría y triste, a veces, siempre real y posible. El fútbol es mi padre. Su recuerdo. Soy yo cuando él estaba y ahora que le echo de menos, que le recuerdo y le pongo en primera fila de estos cien años de historia que son de él como son míos y de todos nosotros. Vistos desde lejos, sin enfocar, ahí en el estadio, sentados en nuestros asientos, parecemos títeres sobre un fondo extrañamente multicolor. Pero, en realidad, no lo somos: somos los protagonistas. De cien años y de cien historias mínimas con personajes anónimos como ésta. El fútbol somos nosotros. Nosotros somos el club. Lo hemos sido durante cien años y lo seremos cien años más. 

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