Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
lunes, 28 de septiembre de 2009
Deion Branch
Febrero me estaba matando. El regreso había sido más difícil de lo que me había imaginado. No hacía nada más que mirar atrás. Para que te hagas una idea: el mejor momento del día era jugar al baloncesto con el niño en el garaje. Había vuelto a fumar, definitivamente. Así que, cada mañana, conducía el coche de madrugada hasta la entrada del parque o el aparcamiento del Pizza Hut para fumar a escondidas. El aparcamiento era mi favorito. Resbalaba, se me iba el coche y me gustaba la excitación. El crío se reía cuando me veía asomarme a la puerta del garaje y decir buuuu, cuando nevaba. Decía que aquello no era nada, pero yo seguía sin poder salir a correr. Una tarde lo intenté, y volví veinte minutos más tarde cojeando. Así que febrero me estaba matando. Siempre viendo la HBO, los partidos de la NBA que me ayudaban a quedarme dormido y un canal donde reponían una y otra vez clásicos como Breakfast Club o Hoosiers. Mirando atrás. Obsesionado con las siete horas de diferencia horaria y los días que quedaban por tachar en el calendario.
El 6 de Febrero era domingo. Por la mañana, había cogido el coche para ir a fumar al cementerio de Schleswig. Nevado, vacío, inmenso, me sentí diminuto bajo aquel árbol pero no me moví. Volví para comer, comí patatas fritas mejicanas y manzanas de Missouri en mi habitación y me eché a dormir. A las cuatro llamaron a mi puerta. Alan sonrió. Se sentó al borde de la cama. Me preguntó cómo andaba y después lo soltó de carrerilla: esa noche se jugaba la Superbowl, pensaba ir a verlo a casa de un amigo, si me apetecía, estaba invitado. ¿Cómo no me iba a apatecer? Fútbol americano solo con varones, quizás pudiera fumar tranquilo, tomarme una cerveza, reírme de los comentarios machistas, desenchufar. Me apunto. O me apunté, vamos. Así que unas horas más tarde estaba en el piso de arriba, con mi gorro de lana y una sonrisa emocionada. Alan me dijo wait y sonó un claxon fuera. La noche ya había caído. Nevaba ligeramente. Salimos al trote y nos montamos en una pickup enorme. Alguien me saludó. Alan me presentó. Ya nos conocíamos, era el tío del banco, el que me regaló una cafetera por abrirme una cuenta corriente. Por el camino, pasé de todo. Ellos dos iban delante charlando, yo detrás, en silencio, acojonado. Nevaba. A mí me parecía que copiosamente, y aquel tío conducía con una sola mano y diez millas por encima del límite de velocidad. Y no llegábamos nunca. Ya no sabía dónde estaba. A los veinte minutos, se metió por un camino de tierra que era de nieve y lodo. No se veía nada alrededor. Nada. Una luz. Y frena. Paran. Bajan sin decirme nada y yo detrás. Oigo voces y veo que estamos en una granja. En la puerta, Alan y su amigo charlan con un tercero, sin camiseta, con gorra y un peto vaquero. Huele a carne. Está haciendo una barbacoa aprovechando la cornisa de la entrada a la granja. Dentro hay más gente, tres tíos jóvenes, serios, que me ofrecen su mano y después se dan la vuelta. Busco la cerveza, pero no la encuentro. Alan me dice al oído que alguno de esos tíos es el primo de la profesora Eggsphueler. Entra el de la barbacoa. Le aplauden. Reparte las hamburguesas en platos y apunta con la barbilla a una mesa auxiliar junto al fregadero. Hay coca-cola, pepsi cola, mountain dew, agua, chips ahoy!, patatas fritas... No hay cerveza. Dicen algo y se ponen todos en circulo. Se quitan las gorras. Me arrimo. Dan gracias a Dios por los alimentos que van a disfrutar y por poder celebrar una noche entre amigos. Yo empiezo a cerrar la boca pero no dejo de flipar. Y pasamos al salón. El televisor. Me siento en una silla detrás de los demás. Alguien me pregunta que quién quiero que gane. Y yo digo: ¿quién juega? Me dicen: los Patriots de New England y los Eagles de Filadelfia. Pues, está claro, los Eagles, lo de los Patriots me suena a coña. Funcen el entrecejo, se ríen. Todos quieren que ganen los Patriots. Y ganan. 24-21. Gracias a Deion Branch, MVP del partido.
En el descanso, todos tenían algo que hacer. Unos fueron al servicio, otros a por más mountain dew, el anfitrión a freir más carne de vaca y yo no me moví. Era lo mejor del partido: el concierto de Paul McCartney. Y los anuncios de televisión. Alan me pilló con la boca abierta: unos niños intentaban lanzar a MC Hammer por encima de una valla justo después de anunciar las patatas Lay. Esto es lo mejor del partido, le digo. Y se ríe.
Aquella fue la 39º edición de la Superbowl. Los Patriots ganaron por segundo año consecutivo. En el Alltel Stadium de Jacksonville (Florida) se reunieron 78. 125 espectadores. Desde sus televisores, unos 86 millones de telespectadores siguieron la retrasmisión de la Fox, a cargo de Joe Buck, Troy Aikman y Chris Collinsworth. 30 segundos de publicidad costaban 2'4 millones de dolares. Anuncios de Subway, Visa, Pizza Hut, McDonalds, FedEx, Pepsi, Cialis, Budweiser, Napster, Olympus o Verizon. La petó el de Godaddy.como que convirtió a Candice Michelle en un icono sexual si no lo era ya. Yo abrí la boca con el de Frito Lay y me reí a escondidas con el de Ameriquest. Lo mejor del partido: Paul McCartney cantando baby you can drive my car... Y yo estaba en una granja en medio de la nada.
Mi primera y única Superbowl. Ni cerveza, ni cigarrillos, ni comentarios machistas. En el viaje de vuelta, me quedé dormido. El lunes volví al sofá y a la HBO, a los partidos de la NBA. El martes repusieron Breakfast Club. Ya ni me acordaba de Tony Deion Branch. Pocos días después, dejó de nevar. Entre eso, Casey Harriman y el viejo Ford Taurus me las arreglé para tirar para adelante. Eso sí, sin dejar de mirar atrás. Marzo estaba muy cerca ya y cada vez quedaban menos días por tachar.
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