Fue tal su éxito como jugador de baloncesto universitario que le llamaban el alcalde porque en las elecciones municipales de 1993 varias personas escribieron su nombre en las papeletas aunque no era candidato a la alcaldía de Ames, Iowa. En Ames, Iowa, está la cancha de los ciclones de la Universidad de Iowa State. Aún hoy en día, Hoiberg aparece entre los siete primeros en todas las categorías estadísticas en la historia de esta universidad. Era un all-around player, capaz de meter, además, las canastas decisivas para ganar un partido.
Tras su paso por la liga universitaria, fichó por Indiana Pacers, y luego por Chicago Bulls, y al final por los Minnesota Timberwolves. Todo para diez años de carrera y más de 500 partidos, especializándose en lanzar triples con eficacia.
Y aunque parezca que no, yo no quería hablar de él en concreto. Pero aparecía en el folleto. Aquel día le hacían una entrevista, le preguntaban cosas como qué habría sido de no haber podido ser jugador de baloncesto, y contestaba que, entonces, pues de golf. Y le preguntaban también que dijera algo que no supiera ningún aficionado, y contestaba que tenía un hermano gemelo y nadie lo sabía. ¿Qué folleto? El folleto. O el librillo. Y no de papel de fumar. El librillo que me dieron aquel 15 de Enero de 2005, cuando subimos hasta Minneapolis, Minnesota, para que yo perdiera mi virginidad enebeática en el Target Center.
Esta semana tocó bajar a comer a casa de la madre, y antes del café, me puse a buscar unos papeles en el viejo armario donde antes colgaba mi ropa cuando vivía con ella. Aún quedan un buen puñado de cosas que abandoné cuando me fui de allí. Entre ellas, una enorme caja de cartón de los chinos donde he ido acumulando papeles y recuerdos que no sirven ya para mucho, para poco más que vivir experiencias como ésta. Y enredando, me encontré dos cosas: el librillo del partido que el 15 de Enero de 2005 enfrentó a Minnesota Timberwolves contra los Portland Trail Blazers y las entradas para aquel partido.
Me subí ambas cosas para casa, pensando que podría escribir una entrada nostálgicas de esas que parecen gustarme tanto. Y en eso estoy, aunque si he de ser sincero, no sé donde he metido el librillo ni las entradas, y escribo de memoria.
Recuerdo que condujimos durante horas para llegar a Minneapolis el día antes del partido. Recuerdo que el día era soleado pero hacía frío y que la llegada a la marisma urbana que forman las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul era impresionante, navegando por una autopista de multiples carriles. Recuerdo dejar de mirar rascacielos para mirar a mi derecha y encontrarme con un enorme utilitario tuneado con cuatro afroamericanos enormes dentro. El coche tenía cuatro pequeños televisores en su interior, uno bajo el espejo retrovisor, otro sobre la guantera, frente al copiloto, y otros dos incrustados en la parte posterior de los asientos delanteros. En los cuatro, aunque parezca mentira, se veían imágenes de la serie de televisión Everybody Loves Raymond. Recuerdo la casa de los abuelos. Y el porche helado, la nieve sucia apilada en una esquina, salimos a jugar a tirarnos bolas de nieve. Dentro me aburría, así que me fui pronto a la cama, ansioso por que llegara el día siguiente. Por la mañana fuimos de turismo, me llevaron a visitar la cascada de Minnehaha. Por lo menos, hacía diez grados bajo cero, y no exagero. Por eso me llevaron, la cascada estaba helada, como te lo cuento, con el agua que caía convertida en una cortina de hielo. Jacob me empujaba para que me resbalara y me resbalaba y me agarraba a él y él también se resbalaba y nos caíamos juntos y nos reíamos el como el crío que era yo como si lo fuera. De allí, fuimos a un lago helado, no me preguntes cuál, pero seguro que tenía el nombre de otro personaje nativoamericano de algún poema de Longfellow o algo así. Aquello no lo olvidaré nunca. La gente, al fondo, se apilaba en un círculo donde se acumulaban casetas y agujeros hechos en el hielo por donde caían las cañas, como en Beautiful Girls, sí, pero no vi ni a Uma Thurman ni a Natalie Portman. En un costado, visitamos una exposición: arte en hielo, te lo creas o no. Y el resto era un enorme vacío blanco tan extenso como uniforme, y paseábamos sobre él, mientras Heidi me miraba como si no se creyera mi confianza en el hielo. Entonces, llegó Alan y me tentó los nervios. Me retó. No me tiró el guante porque hacía un frío del carajo, pero yo se lo cogí de todas formas. Así que lo hicimos: bajamos el coche por el camino que bajaba hasta la orilla, y pisamos fuerte el acelerador. Primero condujo él, derrapó, giró sobre el hielo como si quisiera cortarlo en círculo, volvió por el mismo camino y frenó en seco, tan en seco, que el coche se deslizo varios metros como si fuera una goitibera cuesta abajo. Y luego me tocó a mí. Fue como cerrar los ojos y olvidarte del sentido común. De ahí fuimos a comer a un restaurante malasio que estaba más escondido que el tesoro del mapa. No sé ni las cosas que pudimos comer allí, pero todo estaba riquísimo y muy picante. Eso sí, lo que más recuerdo es que me bebí dos heinekens. Dos, sí. Llevaba meses sin tomarme una. Sobremesa relajada, y bajamos hasta el downtown en la pickup de Alan. Jacob atrás, sin poder cerrar la boca, excitado. Las calles del centro estaban abandonadas. Aquello parecía un escenario perfecto para The Walking Dead. Solo algunas personas extraviadas esperaban el autobús en la marquesina, o corrían hasta su coche aparcado, o asomaban en las ventanas de los bares dejando su respiración en el vaho de los cristales. Aparcamos en una calle trasera y entramos corriendo a no sé dónde. Era el interior de uno de esos rascacielos que veíamos puntiagudos desde lejos. Estábamos en un enorme vestíbulo, repleto de marmol, espejos, luces de araña y negocios cerrados. La gente aparecía y desaparecía por los pasillos, subían y bajaban escaleras, se encontraban y charlaban, aquello parecía la plaza del pueblo. Y me lo explicaron. Todos los edificios estaban comunicados por puentes acristalados. No hacía falta salir a la calle y caminar bajo temperaturas heladoras. Podías ir de una punta a otra del centro sin salir de dentro. Y eso hicimos. Parábamos en los puentes a mirar afuera y a sacarnos fotos, y nos perdimos, volvimos al principio, y al final Alan se orientó y sin saber cómo llegamos al aparcamiento cubierto del Target Center. Parecía que íbamos caminando por los pasillos interiores de los almacenes de un centro comercial. Abrimos una puerta, y llegamos al circo. A las tripas del Target Center. Había actividad en todos los rincones: vitrinas con trofeos y recuerdos (me saqué una foto junto a una vieja chaqueta de los Minneapolis Lakers), canastas de juguete, monitores pintándole la cara a los niños, puestos de hot dogs, payasos, azafatas de publicidad, músicos... Llegamos con horas de adelanto, pero nos costó encontrar el vomitorio. Pasamos por debajo del graderío y se hizo la luz. Un circo romano. Un enorme vórtice de butacas multicolores. Un valle florido con una ridícula cancha reluciente en el centro. Las magnitudes impresionarían a cualquiera. Alan propuso que bajáramos a la cancha, donde se apilaban los pocos aficionados que ya habían llegado, y los fotógrafos, y los agentes de seguridad. Los jugadores salieron a calentar. Y ya lo escribí otra vez: Mark Madsen me guiñó un ojo. Vi a Sam Cassell tan cerca que le conté los dientes. Eddie Griffin, a su bola, se la pasaba por detrás de la espalda.
Tras su paso por la liga universitaria, fichó por Indiana Pacers, y luego por Chicago Bulls, y al final por los Minnesota Timberwolves. Todo para diez años de carrera y más de 500 partidos, especializándose en lanzar triples con eficacia.
Y aunque parezca que no, yo no quería hablar de él en concreto. Pero aparecía en el folleto. Aquel día le hacían una entrevista, le preguntaban cosas como qué habría sido de no haber podido ser jugador de baloncesto, y contestaba que, entonces, pues de golf. Y le preguntaban también que dijera algo que no supiera ningún aficionado, y contestaba que tenía un hermano gemelo y nadie lo sabía. ¿Qué folleto? El folleto. O el librillo. Y no de papel de fumar. El librillo que me dieron aquel 15 de Enero de 2005, cuando subimos hasta Minneapolis, Minnesota, para que yo perdiera mi virginidad enebeática en el Target Center.
Esta semana tocó bajar a comer a casa de la madre, y antes del café, me puse a buscar unos papeles en el viejo armario donde antes colgaba mi ropa cuando vivía con ella. Aún quedan un buen puñado de cosas que abandoné cuando me fui de allí. Entre ellas, una enorme caja de cartón de los chinos donde he ido acumulando papeles y recuerdos que no sirven ya para mucho, para poco más que vivir experiencias como ésta. Y enredando, me encontré dos cosas: el librillo del partido que el 15 de Enero de 2005 enfrentó a Minnesota Timberwolves contra los Portland Trail Blazers y las entradas para aquel partido.
Me subí ambas cosas para casa, pensando que podría escribir una entrada nostálgicas de esas que parecen gustarme tanto. Y en eso estoy, aunque si he de ser sincero, no sé donde he metido el librillo ni las entradas, y escribo de memoria.
Recuerdo que condujimos durante horas para llegar a Minneapolis el día antes del partido. Recuerdo que el día era soleado pero hacía frío y que la llegada a la marisma urbana que forman las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul era impresionante, navegando por una autopista de multiples carriles. Recuerdo dejar de mirar rascacielos para mirar a mi derecha y encontrarme con un enorme utilitario tuneado con cuatro afroamericanos enormes dentro. El coche tenía cuatro pequeños televisores en su interior, uno bajo el espejo retrovisor, otro sobre la guantera, frente al copiloto, y otros dos incrustados en la parte posterior de los asientos delanteros. En los cuatro, aunque parezca mentira, se veían imágenes de la serie de televisión Everybody Loves Raymond. Recuerdo la casa de los abuelos. Y el porche helado, la nieve sucia apilada en una esquina, salimos a jugar a tirarnos bolas de nieve. Dentro me aburría, así que me fui pronto a la cama, ansioso por que llegara el día siguiente. Por la mañana fuimos de turismo, me llevaron a visitar la cascada de Minnehaha. Por lo menos, hacía diez grados bajo cero, y no exagero. Por eso me llevaron, la cascada estaba helada, como te lo cuento, con el agua que caía convertida en una cortina de hielo. Jacob me empujaba para que me resbalara y me resbalaba y me agarraba a él y él también se resbalaba y nos caíamos juntos y nos reíamos el como el crío que era yo como si lo fuera. De allí, fuimos a un lago helado, no me preguntes cuál, pero seguro que tenía el nombre de otro personaje nativoamericano de algún poema de Longfellow o algo así. Aquello no lo olvidaré nunca. La gente, al fondo, se apilaba en un círculo donde se acumulaban casetas y agujeros hechos en el hielo por donde caían las cañas, como en Beautiful Girls, sí, pero no vi ni a Uma Thurman ni a Natalie Portman. En un costado, visitamos una exposición: arte en hielo, te lo creas o no. Y el resto era un enorme vacío blanco tan extenso como uniforme, y paseábamos sobre él, mientras Heidi me miraba como si no se creyera mi confianza en el hielo. Entonces, llegó Alan y me tentó los nervios. Me retó. No me tiró el guante porque hacía un frío del carajo, pero yo se lo cogí de todas formas. Así que lo hicimos: bajamos el coche por el camino que bajaba hasta la orilla, y pisamos fuerte el acelerador. Primero condujo él, derrapó, giró sobre el hielo como si quisiera cortarlo en círculo, volvió por el mismo camino y frenó en seco, tan en seco, que el coche se deslizo varios metros como si fuera una goitibera cuesta abajo. Y luego me tocó a mí. Fue como cerrar los ojos y olvidarte del sentido común. De ahí fuimos a comer a un restaurante malasio que estaba más escondido que el tesoro del mapa. No sé ni las cosas que pudimos comer allí, pero todo estaba riquísimo y muy picante. Eso sí, lo que más recuerdo es que me bebí dos heinekens. Dos, sí. Llevaba meses sin tomarme una. Sobremesa relajada, y bajamos hasta el downtown en la pickup de Alan. Jacob atrás, sin poder cerrar la boca, excitado. Las calles del centro estaban abandonadas. Aquello parecía un escenario perfecto para The Walking Dead. Solo algunas personas extraviadas esperaban el autobús en la marquesina, o corrían hasta su coche aparcado, o asomaban en las ventanas de los bares dejando su respiración en el vaho de los cristales. Aparcamos en una calle trasera y entramos corriendo a no sé dónde. Era el interior de uno de esos rascacielos que veíamos puntiagudos desde lejos. Estábamos en un enorme vestíbulo, repleto de marmol, espejos, luces de araña y negocios cerrados. La gente aparecía y desaparecía por los pasillos, subían y bajaban escaleras, se encontraban y charlaban, aquello parecía la plaza del pueblo. Y me lo explicaron. Todos los edificios estaban comunicados por puentes acristalados. No hacía falta salir a la calle y caminar bajo temperaturas heladoras. Podías ir de una punta a otra del centro sin salir de dentro. Y eso hicimos. Parábamos en los puentes a mirar afuera y a sacarnos fotos, y nos perdimos, volvimos al principio, y al final Alan se orientó y sin saber cómo llegamos al aparcamiento cubierto del Target Center. Parecía que íbamos caminando por los pasillos interiores de los almacenes de un centro comercial. Abrimos una puerta, y llegamos al circo. A las tripas del Target Center. Había actividad en todos los rincones: vitrinas con trofeos y recuerdos (me saqué una foto junto a una vieja chaqueta de los Minneapolis Lakers), canastas de juguete, monitores pintándole la cara a los niños, puestos de hot dogs, payasos, azafatas de publicidad, músicos... Llegamos con horas de adelanto, pero nos costó encontrar el vomitorio. Pasamos por debajo del graderío y se hizo la luz. Un circo romano. Un enorme vórtice de butacas multicolores. Un valle florido con una ridícula cancha reluciente en el centro. Las magnitudes impresionarían a cualquiera. Alan propuso que bajáramos a la cancha, donde se apilaban los pocos aficionados que ya habían llegado, y los fotógrafos, y los agentes de seguridad. Los jugadores salieron a calentar. Y ya lo escribí otra vez: Mark Madsen me guiñó un ojo. Vi a Sam Cassell tan cerca que le conté los dientes. Eddie Griffin, a su bola, se la pasaba por detrás de la espalda.
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