sábado, 2 de junio de 2012

Orlando Woolridge



A los de mi generación, si les gustaba el baloncesto, el nombre les suena aunque sea por la segunda y no por la primera razón. Quiero decir, la primera razón es pura, tiene que ver con su profesión. Si te gustaba el baloncesto y eras de mi generación, conocías a Woolridge. Pero había una segunda razón, cuando te gustaba el baloncesto, y eras de mi generación, pero tanto como te podía gustar el fútbol o ir al monte con tu padre. Entonces, igual te suena Orlando Woolridge por eso, por las 16 letras de su nombre, más que por lo que hiciera o dejara de hacer en una cancha de baloncesto. Y es que Orlando Woolridge sonaba bien. El típico nombre que se te queda en la cabeza. Si tus colegas se explotaban el acné mientras hablaban de baloncesto y tú no te enterabas de nada pero querías participar, entonces saltabas, con nombres como el de Orlando Woolridge, o el de Mark Aguirre, o el de Rony Seikaly, o el Mitch Richmond porque, así pronunciados, sin acento y sin propiedad, sonaban, en orden contrario, a héroe del ejercito sureño, detective privado de Miami, ganadero del oeste y Woolridge podía ser cualquier cosa, un corsario, un policía dicharachero afro-americano, el primer hombre de negocios de color, un bluesman en un cruce de caminos o un simple jugador de baloncesto.
Y Woolridge fue eso, un jugador de baloncesto. Una estrella al cobijo de Bill Laimbeer en Notre Damme. Una elección alta del draft por los Bulls de los ochenta (Mark Aguirre fue el primero, por cierto). Un jugador empeñado en atacar el aro, alto, delgado, de largos brazos, que saltaba siempre buscando machacar el aro. Llegó a jugar hasta en siete equipos de la NBA: los Bulls, los Nets, los Lakers, los Nuggets, los Pistons, los Bucks y los Sixers.
Sus primeras temporadas en los Bulls fueron exitosas, pero su juego no combinaba del todo con el surgimiento de Michael Jordan, así que fue traspasado a los Nets, donde siguió anotando y machacando pero no duró mucho y acabó en los Lakers. Según sus propias palabras, allí disfrutó como un niño. Eran los tiempos en los que Magic Johnson corría por el centro y todos se ponían alrededor para pedirle la pelota, aquello le encantaba a Woolridge, que había fichado para darle puntos al banquillo angelino. Sin embargo, volvió a ser traspasado, y fue traspasado al epítome de la locura de ataque. Sus temporada en los Nuggets al mando del visionario Paul Westhead se convirtió en su mejor año de anotación bajo aquella tutela de corre y tira en cuanto puedas, pero aquello no se veía reflejado en triunfos. Woolridge apuró algunos años más, pero pronto, decidió iniciar la aventura europea para despedirse del profesionalismo, y eligió Italia. Y no vino de paseo. En sus dos experiencias acabó ganando títulos, aunque le fue mejor en la primera, la del Benetton de Treviso de Mike D'Antoni. Después, se despediría en aquel Bologna que patrocinaba una cerveza sin.
La vida deportiva de Woolridge tuvo sus extraños momentos de incertidumbre. Como cuando fue sancionado por abuso de drogas en una de sus temporadas en los Nets o cuando se temió lo peor al ser operado estando en Denver por un desprendimiento de retina. Para otros, la aventura italiana también podría entrar en este grupo. Cuando se retiró, lo intentó con los banquillos y entrenó en la WNBA y la ABA, pero se veía que no era lo suyo. Sus hijos seguían su camino y el regresó a Louisiana, donde todo empezó.
En Febrero pasado, su nombre volvió a la prensa de una manera sorprendente, otro extraño momento de incertidumbre. Los periódicos se hacían eco de su arresto en DeSoto Parish, Louisiana, por robo de aluminio. Se libraba de la cárcel tras pagar una fianza, y no se volvía a saber mucho más. Hasta antesdeayer, cuando murió tras una larga enfermedad cardíaca que no pudo superar. Murió en Mansfield, Louisiana, en casa de sus padres. El primo de Willis Reed, el compañero de Bill Laimbeer, el pistolero de Magic, el ejecutador de Westhead, el tío de las muñequeras con el cero en la camiseta, murió en casa de sus padres, de un ataque el corazón, tres meses después de ser detenido por robar aluminio. ¿Alguien quiere escribir el libro? Yo no, yo prefiero quedarme con aquella final del 95 ante el Taugrés de Manel Comas. Y como Ferrán López le robaba el balón, pero Petar Naumoski le daba el título a los de Mike D'Antoni. Woolridge y Pittis hacían el resto para que los sueños de Perasovic, Rivas, Laso, Kenny Green o Santi Abad se quedaran en nada.
Los de mi generación, y mi barrio, se acordarán de eso si les gusta el baloncesto. En DeSoto Parish, Louisiana, igual se acuerdan de él porque aún andan renovando las tuberías del agua. Sea por lo que sea, descanse en paz.

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