miércoles, 14 de febrero de 2018

Galder Reguera



He decidido que, si iba a hacerlo (una condicional justo antes de una demostración de fuerza y afirmación no es algo muy halagüeño, ¿verdad?), debía hacerlo ya. 

He leído el libro en dos plazos. 

Me lo compré en Navidades. Como una especie de auto regalo descuidado. Pasas por allí, lo ves, lo coges, y te animas. Empecé a leerlo a los pocos días, sin prisa, pero con continuidad. Eso es algo que no me sucede últimamente. Y últimamente tiene tantos años de significado como letras el adverbio. Hace mucho que no leo con soltura. Sigo comprando libros, y los apilo. Antes podía acercarte a las baldas de casa (cada vez hay menos, porque otras preferencias han requerido el espacio, pero siempre habrá baldas) y hablarte de libros que leía. Hoy casi es más fácil acercarse y que te cuente algo de los que he comprado y pretendo (pretendía) leer. Antes no tenía el trabajo que tengo ahora. Antes leer y escribir no eran funciones, tareas o simplemente actividades que ocuparan ese tiempo medido que le dedicamos a la obligación.

Este empecé a leerlo como antes leía los libros. Cuando era más joven y vivía más tiempo solo, aunque estuviera acompañado, los libros eran mi compañía, la íntima, aunque estuviera acompañado por otras cosas, por personas. Hacía piras a clase y me bajaba al borde de la ría a leer. Salía de casa los viernes a media tarde y me escondía junto a los depósitos de agua, para poder fumar, pero, de paso, leer. Me encerraba en mi cuarto, leía o escribía. Los domingos me montaba en el tren de cercanías y paseaba durante horas, indeciso, por los puestos de libros de segunda mano en la Plaza Nueva. Al volver, en el tren, ya empezaba y casi llegaba a casa con alguno leído. Con el tiempo fui abandonando los libros para abrazar la experiencia directa. 

Este empecé a leerlo como leía entonces. Y lo que es mejor: sin expectativas. No me gustaba el título, sí la portada. Por lo general, los libros que he leído de fútbol me han aburrido. No todos, pero muchos. No tenía muchas esperanzas. Ni tan siquiera sé por qué lo compré. Probablemente, porque me dije: si compras una novela, nunca la lees. Si compras poesía, la lees como si estuvieras escuchando en shuffle. Si compras ensayo, ni lo abres. No sabía muy bien de qué iba este, pero si era de fútbol, resultaría más llevadero. Para leer en el metro. Cuando te encierras en el baño. Si se jode internet y no funciona Netflix. Ya me entiendes.

Así empecé a leerlo, pero también lo dejé, lo abandoné, me olvidé de él cuando iba por la mitad. Porque podemos tirarnos horas dando consejos, leyendo cómo nos los dan, aspirando a oler las nubes, lo que tú quieras, pero, al final, los que no sabemos cómo hacerlo mejor, acabamos superados por la rutina. Así que tuve que dejarlo aparcado ahí, junto al teléfono fijo, que tampoco se usa, y volver a otras lecturas más rutinarias y obligatorias.

Sin embargo, hace un par de días pasé por Lezama. Mi mejor amigo curra allí, en las instalaciones más que en el pueblo. Era miércoles por la tarde y no había entrenamiento del primer equipo. Estaba todo quieto y en silencio. La lluvia ligera parecía una cortina, un telón de fondo. Estuvimos un rato charlando debajo de la cornisa de la cafetería. Hasta que la abrieron y entramos dentro a tomar un café. Vi a Blas Ziarreta pasear tranquilo con el paraguas abierto. No sé si antes o después le hablé a mi amigo del libro y entonces me acordé de él.

He terminado de leerlo hace diez minutos. En un tirón de un par de días, sin que me importara lo que dejaba aparcado para seguir adelante con éste, como leía entonces y como aún, y este me ha servido de prueba, soy capaz de seguir leyendo ahora. Según he terminado, he sabido que, como decía al principio, si iba a escribir de ello, tenía que hacerlo ya. Así que ya lo estamos haciendo.

El libro en cuestión, que quizás es lo primero que deberíamos haber dicho pero aquí nos gustan los rodeos, es Hijos del fútbol, escrito por Galder Reguera y publicado por Lince en 2017. Unas 200 páginas, incluyendo el prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, que intentan dilucidar la ecuación del título: ¿de qué va el libro? ¿De fútbol o de paternidad? Creo que hay un momento, casi al final, en el que Galder Reguera da la clave, y espero que se me permita citar: "No hay mucha diferencia entre el fútbol y la vida. Parece una frase barata de manual de fútbol, pero es así. Al menos, en mi caso. Lo que me sucedía (y cuando juego me sigue sucediendo) sobre el campo me pasa también fuera de él. En el fondo, todo me da miedo y en general no tengo ni idea de qué hacer." En este extracto, que luego desarrolla y relaciona con la paternidad, Reguera descubre el hilo que une las distintas historias de su libro y resume la esencia principal de todas ellas. Es un libro sobre relaciones, más que sobre fútbol: las relaciones padre-hijo, principalmente, pero desde diferentes ángulos o con distintas direcciones; las relaciones abuelo-nieto; aficionado-equipo; profesional-amateur; niño-adulto; escritor-personaje; filósofo-fanático; ego-yo. No es un libro de muchos personajes. Incluso los que parecen importantes, se hunden, se pierden. Yo los reduciría a dos, aunque, incluso, pensé en reducirlo a uno. La primera frase del libro es "Oihan, mi hijo mayor, pronto cumplirá cinco años". El libro se cierra con una conversación susurrada entre el padre y el hijo. Creo que, en realidad, la parte en la que el texto alcanza el desarrollo que quizás algunos personajes no tengan es en el tema: mezclar fútbol con la vida digamos normal. Las reflexiones personales del escritor, en torno a sus relaciones personales y profesionales, con la que construye una visión del mundo tan personal como extrapolable es quizás lo más enriquecedor de un texto que, por otra parte, una parte más técnica, se describe por su facilidad de lectura, a pesar de la profundidad de alguna de esas reflexiones, maduradas y acompañadas de citas, que, eso sí, combina con anécdotas, experiencias partículares y un espíritu biográfico que no desdeña el humor, sobre todo, ese incisivo que recae sobre uno mismo. Además, y sobre todo, a riesgo de parecer inocente y crédulo, diré que el libro desprende, al menos así lo he leído yo, sinceridad a la hora de traslucir los fallos y los vicios más que las virtudes y los aciertos, e inmediatez cuando juega con el filtro de la perspectiva al pasarlo todo a texto escrito.

En el debe, que hay que ponerle alguno, probablemente le pondría cierta falta de concordancia general. El texto discurre sin que sepamos de dónde venimos y a dónde vamos. Puede que forme parte de la naturaleza de un escritor que dice que aún no sabe atarse bien los zapatos, pero, en ocasiones, la falta de pausas, llámalo secciones, o de un hilo conductor más evidente y sólido, parece ir en contra de la eficiencia del texto. No es que yo sea un lector cómodo que quiere que se lo den todo trillado, o quizás sí y pretendo no serlo, pero creo que el uso de secciones, capítulos o saltos de página, por ejemplo, hubiera ayudado a estructurar ciertas historias o pasajes del libro, proporcionándole a la narración una redondez que habría ido en beneficio de lo que se cuenta.

En lo más general, podría añadir que, si quieres profundizar en el poso intelectual y literario que acompaña al fútbol, aquí lo encontrarás. Están mencionados todos, o casi todos, desde Eduardo Galeano a Juan Villoro. Puedes superar la misma indecisión intelectual que el autor parece confesar y convencerte de que no todo es lo que parece y que los extremos solo sirven para agudizar lo que hay en el medio. Ese es en parte el espíritu con el que se ha escrito este libro, abierto a abrazar la paradoja y lo contradictorio, incapaz de aceptar las cosas por herencia o estandardización. Además, encontrarás buenas anécdotas, como la de Ardiles y el número de su camiseta, por ejemplo, que podrás usar después en conversaciones de bar. Tú deberás ponerle tu propia moraleja, si quieres. Personalmente, he disfrutado aún más las reflexiones y opiniones de Reguera sobre el mundo del fútbol moderno, sobre lo que él llama el "fútbol humanista", sobre las profundidades de la condición de aficionado, el sesgo emocional que alguno aún subrayamos, su función social o cultural, y/o la educación o formación que este juego puede y debe proponer. Lo he disfrutado, sobre todo, porque Reguera las propone como preguntas, como meditaciones, más en base a la duda y la búsqueda de la respuesta que como afirmaciones contundentes que solo busquen iluminar y ponderar. Sus ideas, al menos a mí me ha ocurrido así, te llevarán a más preguntas y te ayudarán a ver que sí, el fútbol no difiere mucho de la vida, y, como ocurre con esta, en gran medida, es solo nuestra culpa que la/lo estemos arruinando.

A mi amigo le prometí que le prestaría el libro, pero antes, tengo que pasar las notas que he ido amontonando. Es uno de esos libros. De esos de los que provocan miedo en las cosas rasgables que tienes alrededor. Porque estás leyendo y, de repente, quieres seguir, pero quieres recordarte que, en algún momento, tendrás que volver a la página que quieres pasar, y miras a tu alrededor, y arrancas de donde puedas arrancar: kleenex, servilletas, post-its perdidos, la lista de la compra que aún llevas en el bolsillo, el resguardo de cuando repostaste en la gasolinera, la estampita de la virgen, lo que sea. Es, también, uno de esos libros de los que hablaba Holden Caulfield: de los que te dan ganas de coger el teléfono, llamar al autor e irte a echar unas cervezas para hablar del suyo y de muchos otros. Probablemente, hubiera sido capaz de hacer una crítica más fundamentada y seria si, precisamente, hubiera hecho eso antes: ir de vuelta a las notas y pasar de nuevo por las páginas. Pero he leído este libro como leía antes y también quería escribir como escribía antes: sin vértigo, sin puntos cardinales. Sin pausas. Sin los filtros que te da la conciencia, la consciencia y haber dejado de leer y de escribir como leía y escribía antes. Ahora, lo único que me queda es volver a jugar al fútbol igual de mal pero felizmente como lo hacía antes. Y hacerlo con mi hija, sin que me importe una mierda si me he atado bien o mal los borceguíes. 


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