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Ayer, sin embargo, me aburría, me acordé de que se jugaba el clásico y me puse a verlo cuando aún faltaba todo un largo cuarto por delante. Tampoco es que fuera un dechado de baloncesto, pero el partido fue emocionante y con algún amago de plasticidad que parecía darle la razón a una rivalidad que en el baloncesto, aparentemente, se antoja más sana. Hubo unos minutos de inspiración en que el marcador se movía en un margen de dos puntos y nadie fallaba. Si no era un Jaycee Carroll que lo tiene todo para ser al mismo tiempo héroe y villano, era un Marcelinho Huertas eléctrico, si no era un Joe Ingles escorado, era un Ante Tomic atento a los rechaces. Yo, que ni me va ni me viene, disfrutaba como un colegial de los que pegaba, antaño, fotos de jugadores NBA en la carpeta.
Y llegaron los minutos finales, comenzaron a renquear las muñecas y apareció el lituano con su cara de miliciano y su gesto gélido como su mismo pulso. Y no fue casualidad, porque como me decía esta mañana un amigo a quien sí le va y sí le viene, no es casualidad que Pablo Laso le buscara en el banquillo cada vez que daba instrucciones en un tiempo muerto.
Yo reconozco que lo leí cuando vino, que era pequeño, no especialmente habilidoso, pero que tenía una facilidad innata para cortar la zona en dos como si fuera mantequilla, y ayer lo demostró, ante un Pete Mickeal que aún no entiende cómo pudo parecer tan fácil. Así que Pocius demostró dos cosas: una, que vale, y dos, que los comentarios de barra de bar con adjetivos exagerados y presuntuosamente cómicos, siempre acaban por convertirse en demostraciones palpables de la testaruda ignorancia del que habla. En este caso, yo. Gracias Pocius.
1 comentario:
También lo ví en directo, coincido plenamente en lo que dices. Muy bien Pocius.
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