Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
viernes, 10 de septiembre de 2010
Alexandru Buligan
Yo jugué de portero de balonmano. Un año. En el colegio. Era jugador de campo y me ponían de pivote. ¿Se llama así? El más corpulento, el que juega incrustado en la defensa rival. ¿Ese es el pivote? Aitor Etxaburu, Xavier Mikel Rekondo, Andrei Chepkin, o como se escriba, incluso conozco a Borja Fernández porque lo conocí como jugador de baloncesto. Yo era uno de esos en los primeros entrenamientos. Era corpulento, pero era un "puto acojonado", como me dijo una vez el entrenador. Su mayor cualidad era la pedagogía. Temía el contacto físico, no sabía usar mi cuerpo. Así que empecé a jugar de estorbo, de cualquier cosa, del que pasaba la pelota y desaparecía. No sabíamos las reglas del juego, no sabíamos qué era el balonmano, era la primera vez que había un equipo en el colegio. Ni tan siquiera estábamos federados. La idea era formar un equipo ese año y, al próximo, tomárselo más en serio. Ésa era la idea. No sé cómo acabó.
El caso es que, a veces, terminábamos los entrenamientos jugando al futbito. Sí, no me preguntes por qué. Y como con el balón en los pies era aún peor que con el balón en las manos, me ponía de portero. Y resulta que era bueno. Sobre todo porque en los córners salía bien por alto a recoger todos los balones. Se ve que me daba menos miedo el contacto cuando tenía a los contrarios de espaldas. Así que mi entrenador pedagogo tuvo una brillante idea: tú, de portero. Porque nadie quería ser portero. Solo JL, quien, ahora, regenta una tienda de cannabis y tiene un perro de esos de moda a los que les cuesta respirar y siempre se tumban con las patas estiradas. Yo me sentí orgulloso de mí mismo. Nunca me elegían en los equipos que se hacían en el recreo. Por fin, alguien parecía que había descubierto un puesto en el que podía destacar deportivamente.
En el primer entrenamiento, hice una parada memorable, y ya no hubo discusión. Yo, portero. Lo único que sabía era cubrir el palo cuando alguien saltaba desde un lateral. Eso era fácil, incluso cuando mi elasticidad no me dejaba alargar la pierna más allá de lo patéticamente risible. Un compañero se lanzó al aire y lanzó la pelota una centésima de segundo antes de pisar el suelo. El balón fue directamente a mi cabeza. Mi cabeza al palo y del palo al suelo. Me levanté como si no hubiera pasado nada. ¡Encima tenía la cabeza dura! Estaba claro. Tú, portero.
Los entrenamientos fueron endureciéndose. Un día nos hicieron entrenar bajo la nieve. Acabé amoratado de los resbalones. En el interior del gimnasio, nos colocaban junto a la pared, con una colchoneta debajo, y nuestro entrenador pedagogo se ponía a escasos metros. Después, tiraba con todas sus fuerzas a dar. JL acabó de titular porque parecía gustarle que el cuero del balón le enrojeciera los brazos. Yo intentaba disimular que aquello me estaba pareciendo una puta masacre. ¡Tenía que ser un hombre! Aunque todavía no habría aprobado la EGB.
Solo jugamos un partido. Un amistoso. En la plaza del pueblo, repleto de gente, ante un equipo que sabía jugar a aquello. No sé qué hicimos porque yo escurrí el bulto, me excusé, no fui. Perdimos de paliza pero el entrenador estaba orgulloso de la dignidad con la que se habían enfrentado los pocos que se presentaron. Yo agaché la cabeza y callé. Ésa fue toda mi experiencia como portero de balonmano. Al poco tiempo, dejé de ir a entrenar. Dejé el balonmano, que nunca comprendí, por el baloncesto, y me fue igual de mal. No era de extrañar. Ya me lo decía mi padre, que estudiara, que ése era el único deporte que se me daba bien. Y tenía razón.
Con los años, el balonmano dejó de interesarme hasta como espectador. Los años gloriosos del Elgorriaga Bidasoa aún te empujaban hacia el televisor. Los nombres de Juantxo Villarreal, Jovanovic, Wenta, Gislasson, Svensson... aún se guardan en la memoria. Incluso los de aquel Barakaldo, humilde y abnegado, que soñó con ser más de lo que podía ser. A los tiempos de Zupo y el San Antonio, llegué ya desnortado. Pero me quedé con el nombre de Alexandru Buligan. Quién sabe por qué, quizás porque me imaginaba que yo podía haber sido él si hubiera sido capaz de aguantar los balonazos con más hombría.
Pero no fue así.
JL tiene una tienda de cannabis. Yo seguí estudiando y apunto estoy de cerrar con un título rimbobante lo máximo que alguien puede alcanzar en la jerarquía académica. El entrenador pedagogo no sé donde anda, pero seguro que el balonmano lo sigue por televisión. Y eso fue todo. El año pasado tuve un par de alumnos que se dedican a esto. Uno juega en el Barakaldo, el otro andaba en el Trapaga, si no me equivoco, les veía de reojo dibujar tácticas en un papel, y me acordé de mis tiempos como portero en el patio del Colegio Bagaza.
No era nostalgia. No sé lo que era.
Y esta mañana, tomaba un café tardío en una cafetería del barrio mientras hojeaba el periódico. Venían todas las plantillas de esta temporada para la liga ASOBAL. Mientras repasaba nombres que me sonaban a chino, y recordaba la voz de aquel locutor de la televisión pública que gritaba lo de ¡adentro!, me he puesto a mirar la altura de los jugadores. Prácticamente todos los equipos tienen a uno o más jugadores que sobrepasan los dos metros. Yo mido 1'76. Sigo teniéndole cierto miedo al contacto físico. He aprendido mejores lecciones que las que aprendí aquel año, pero, aún así, me sigo preguntando: ¿habría sido un buen portero de balonmano? No lo creo, pero, al menos, hice una parada memorable, aunque me costara un buen dolor de cabeza que supe esconder con talento. Quizás eso era lo mío: el teatro. Como hago en este blog. Por cierto, ¿Buligan está de segundo entrenador en el San Antonio, no? Que le vaya bonito, sí.
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