No sé cuánto tiempo, pero no fue hace mucho que me hice una promesa: no más entradas sobre mis vergüenzas pasionales. Quizás llegó a haber un día en el que tenía la pretensión de que este blog tuviera más rango y alcance del que nunca tendrá. No sé de dónde me salieron esas aspiraciones, pero se esfumaron muy pronto. Puede que fuera entonces cuando me propuse tener una postura más objetiva y crítica. Pero, al carajo con ello. Nunca se me ha dado bien lo de ser ambicioso, aunque, en el fondo, sea tozudo e insistente. A menudo, he estado tentado de abandonar esta afición, más que nada, porque cansa y hasta aburre, aunque eso no se entienda muy bien.
Algo parecido me pasa con el fútbol.
Luego ocurre lo que ocurre y uno acaba siendo parte de la turba que grita: ¡Athletic carajo! Y no se puede evitar. Así que, al carajo, no me voy a resistir: ayer no lloré pero disfrute como un niño. Y sufrí como un adulto.
Las herencias no sé si son inevitables, pero parecen incontrolables. Aunque ya esté por encima de los treinta, aún no tengo muy claro qué he heredado de mis padres. Creo que aún tengo que descubrirlo. Pero sí tengo claro que heredé una pasión inconsciente por el fútbol y por un equipo en concreto, y por mucho que la vida, mi profesión o mis otras inquietudes, me lleven por otros derroteros más racionales, por mucho que lo haya intentado con fuerza y con frialdad, nunca he sido capaz de desembarazarme de ello. Soy seguidor del Athletic como lo era cuando no llegaba a la veintena y escuchaba un Athletic-Albacete pegado al transistor e imaginándome lo que ocurría en el campo con la ayuda del locutor.
Cuando se jugó la final con la Juventus, acababa de venir al mundo. Cuando Clemente dirigía al club de los últimos títulos, falté al colegio como todos los niños de la provincia. De ahí en adelante, las lecciones que el Athletic nos ha dado han sido contradictorias. Siempre he dicho que ser del Athletic te enseña a perder, y a no perder la ilusión por muy desesperadas que parezcan las metas. Durante años hemos crecido recibiendo como buena la naturaleza de nuestras propias excusas, con una cohartada como sustento, aceptando de antemano nuestras propias virtudes como origen de nuestras propias limitaciones. Yo, por lo menos, no estoy acostumbrado al éxito, a la victoria.
Estoy intentando acostumbrarme ahora.
Pero por mucho que le ponga letras, por mucho que lo escriba, por mucho que intente entenderlo, anotarlo, traducirlo y comprenderlo, no lo hago. Se pita el inicio del partido, y todo nace de dentro.
Así que ayer, no lloré, pero disfruté como un niño y sufrí como un adulto.
Y muchos más alrededor mío, en el mismo estadio, en las calles adyacentes, desde lugares tan lejanos como Lyon, Francia, pegados a un ordenador y guardando la compostura por razones profesionales, muchos como yo, se dejaron llevar por los mismos instintos sin poder remediarlo.
Ahora queda el broche, la guinda, el requiebro final, la doble voltereta mortal, el novamás, lo que sea, pero que nos quiten lo bailao. Si perdemos ambas finales, alguna de ellas, ya sabremos cómo afrontarlo. Lo hemos hecho antes, estamos curtidos. Si las ganamos, qué felicidad seguir acostumbrándote a esto.
He elegido a Markel Susaeta porque de los tres goleadores de anoche es el único que hasta ahora no había encabezado una entrada, pero, en realidad, podía haber puesto ahí arriba a cualquiera, desde Fernando Llorente, que probablemente se lo merezca más que ninguno, hasta Iban Zubiaurre, que salía en la foto del twitter de Iker Muniain. Podía haber puesto hasta a José Ángel Iribar una vez más, porque si él llegó a llorar, como dice Javi Martínez, entonces sí que ya no hacen falta explicaciones.
Sea por lo que sea: Athletic, beti zurekin!