Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
miércoles, 24 de diciembre de 2008
Sandra Myers
Tenía un amigo que estaba loquito por Sandra Myers. Se tragaba todos los campeonatos de atletismo: el campeonato nacional indoor, el outdoor, el campeonato de europa indoor, el outdoor, las Olimpiadas, el Campeonato del Mundo, la Golden League... Pongo puntos suspensivos porque no se me ocurren más. Empezó a correr él mismo. Se dijo: si consigo ser un buen corredor quizás se fije en mí. Poco le importaba que estuviera felizmente casada. A los pocos meses, abandonó la idea de ser un corredor de velocidad... e intentó serlo de fondo, pero, en el fondo, sabía que ni lo uno ni lo otro. Después, se enteró de que era profesora de piano, y empezó a tomar clases particulares. Si los demás íbamos a clase con la carpeta forrada de fotos de jugadores de fútbol y de la NBA o las chicas con miradas profundas de los tíos de Duran Duran y de Spandau Ballet, él llevaba a Sandra Myers por los dos lados. Sandra por uno, Sandra por el otro, y si no era en Historia, era en Religión, pero eran muchas las veces que si te girabas le veías ensimismado mirando la zancada de Sandra Myers. De verdad, nos llegamos a preocupar. Él se ponía muy serio. Decía que aquello no era una chiquillada, que sentía algo especial por Sandra y que no pararía hasta demostrárselo. El verano del 91 trabajó dos meses poniendo techos de pladur y así ahorrar dinero para el verano siguiente, el del 92, cuando pensaba viajar hasta Barcelona y, añadía, conseguiría acercarse hasta la Villa Olímpica, abordarla y confesarla su amor sentido y eterno. Ella se lesionó y tuvo que renunciar. Él se llevó tal berrinche que canceló la reserva de avión y el resto del dinero lo distribuyó en fines de semana que dedicó a dilapidar los ahorros en largas noches de cubatas y chupitos que sus amigos aún agradecedemos, sentida y eternamente, a Sandra Myers y su lesión. Aquel fue un golpe muy duro. Durante unas semanas, no habló más de Sandra. Un mes más tarde, dijo haber averiguado dónde vivía, pero no dijo qué quería hacer con esa información. Antes de que llegaran las olimpiadas de Atlanta, estaba casado, tenía un hijo y un trabajo fijo poniendo techos de pladur. Se había casado con la vecina que le dio lecciones de piano y a su hijo le pusieron Alejandro. Nunca más volvió a hablar de Sandra Myers hasta una nochebuena, y por eso me he acordado hoy, que salimos todos los amigos, algo poco común en la cuadrilla, y terminamos en la misma tasca de la entrada de Nigel Mansell, bebiendo cubatas y chupitos a costa de su paga doble de Navidad. Entonces, inconsciente por el alcohol y enardecido por las efusivas muestras de amistad, le guiñé un ojo y en una voz muy ronca pero audible para todo el bar, le pregunté: ¡oye!, ¿y qué fue de tu idilio con Sandra Myers? Aún hoy en día, cuando hace mal tiempo, puedo decirte si va a llover solo con tocarme la herida de mi sien izquierda.
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