El 2 de enero de 2001, la web autopista.es se hacía eco de un estudio del Instituto de Tráfico que arrojaba unas cifras insoportables. En todo el siglo que recién se abandonaba entonces, más en el año primero del siguiente que se acababa de estrenar, habían muerto más de 250.000 personas en accidentes de tráfico. El número de heridos se multiplicaban. Poco más de un mes después de esa publicación, se produjo otro accidente. El 15 de febrero de 2001, en el término municipal de Cártama, Málaga, a la altura del kilómetro cincuenta, en la A-357, un vehículo atropellaba a dos ciclistas. Eran los gemelos Ricardo y Javier Otxoa. Ricardo Otxoa moría minutos después. Javier Otxoa ingresaba en el hospital Carlos Haya de Málaga y estaría en coma 65 días. A pesar de las pocas esperanzas, despertaría. Los daños cerebrales, sin embargo, serían permanentes. Tuvo que volver a aprender a leer y escribir. A andar. Y, sobre todo, tuvo que aprender a soportar lo que le había ocurrido. Tuvo que aceptar que su hermano gemelo ya no iba a poder salir a entrenar con él.
El año 2017 mantuvo la misma insoportable realidad numérica: 1.830 muertos en carretera. 408 de ellos eran motoristas, 351 peatones y 78 ciclistas, casi el 50% de los muertos. Los Otxoa entrenaban en Málaga hace 17 años. Ellos mismos confesaban que eran mitad vascos, mitad andaluces. Vivían abajo, nacieron arriba. Nacieron en Barakaldo, como tantos vizcaínos, pero eran de Berango. Crecieron en Málaga, entrenaban allí, se habían enamorado en el sur. Aquel día entrenaban en una zona complicada pero muy transitada por ciclistas. El diario El País lo explicaba al hacerse eco del accidente: "Recientemente, todo el equipo Alessio, con su líder Ivan Gotti al frente, circuló cotidianamente por esa carretera". Gotti había ganado los Giros de 1997 y 1999, aquel año, en 2001, acabaría séptimo. Su compatriota Gilberto Simoni sería el vencedor final, dejaría sin premio a otros dos vascos, como los hermanos Otxoa, Abraham Olano y Unai Osa.
Antes de ser profesionales, los dos hermanos gemelos habían sido campeones de España amateur. Salieron de la Sociedad Ciclista Punta Galea, la misma cantera de la que salieron corredores como Mikel Zarrabeitia, Iñigo Landaluze, Jonathan Castroviejo o Roberto Laiseka. Laiseka, 2001: sus brazos arriba en Luz Ardiden. Fue superando a todos los escapados y acabó por cumplir la alegría de muchos aficionados. Un año antes, Javier Otxoa había hecho lo mismo: en la montaña de Lourdes, en Hautacam. Resistió al frío, a sus rivales, a la niebla y al mismísimo Lance Armstrong. Era la décima etapa, la reina, decían. Vestía el maillot del Kelme, apenas tenía 25 años. Todo su futuro profesional estaba por delante. Igual que el de su hermano.
Javier Otxoa acaba de morir a los 43 años. Vivía en Alhaurín de la Torre, se quedó en el sur. Durante todo este tiempo, siguió luchando. Tras una larga recuperación, superó las secuelas del atropello para convertirse en un paralímpico laureado. Consiguió dos medallas en Atenas 2004, una de oro en ruta y otra de plata en pista, y dos en Pekín 2008, una de oro y otra de plata, ambas en ruta. No serían sus únicos logros y sus únicas medallas. En los últimos años, su lucha fue doméstica, personal, ajena a los focos mediáticos. Pero siguió luchando, hasta que no le quedaron fuerzas. La nota de prensa anunciando su fallecimiento la publicó el ayuntamiento de Alhaurín de la Torre. Apenas a una docena de kilómetros de aquel 15 de febrero de 2001. A diecisiete años de distancia, si contamos en días. Una eternidad.
Ahora que ya no están, quedará la Randonnée Punta Galea, una marcha cicloturista con más de treinta años de historia que, desde 2005, cambió de nombre y se la conoce como Klasika Javier Otxoa. Su hermano también queda recogido y homenajeado. El veterano Circuito de Getxo, prueba profesional que se disputa de 1924, pasó a llamarse, en 2001, Memorial Ricardo Otxoa.
He visitado cientos de veces la tumba de Ricardo Otxoa, aunque no fuera a propósito. Estaba allí, de camino a la que yo iba a visitar. Un par de bloques antes, siempre la miraba de reojo cuando pasaba. Se le veía feliz, quieto, pero feliz, levantando el trofeo. Acabó formando parte de aquella parte de mi vida, la que te lleva a un silencioso pasillo de hormigón, decorado con lápidas de mármol, intentando desesperadamente soportar y entender cómo funciona el tiempo y los sucesos que lo van escalonando. Nunca he acabado por entenderlo del todo, por supuesto. Sigo en ello. No sé si Javier Otxoa acabó superando, aunque fuera soportando, lo que le ocurrió diecisiete años antes. La memoria de los dos gemelos quedará ahí. Junto a los números y los porcentajes. Los números y los porcentajes tienen nombres y apellidos, familia, recuerdos. Recuérdalo tú: paciencia, respeto y, sobre todo, 1,5 metros, mínimo.
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