miércoles, 2 de octubre de 2013

Eduardo Arroyo



Si esto fuera un blog sobre arquitectura, tendría más sentido que una entrada estuviera encabezada por un arquitecto. Aquí, no deja de ser una disculpa. Eduardo Arroyo, a sus 48 años, es un reputado arquitecto bilbaíno que montó su propio estudio itinerante allá por 1989. Ha viajado desde entonces, y ha visto cómo sus proyectos pasaban del plano al terreno. Hace unos años El Mundo le dedicaba un reportaje, ilustrado con fotografías de su Casa Lavene, en las faldas del Monte Abantos, donde Arroyo aguzaba su espíritu crítico y abogaba por usar la demolición para acabar con las aberraciones arquitectónicas. Pero yo no me voy a extender mucho con todo esto. Al que le guste la arquitectura, puede pasearse por Bizkaia y ver las obras de este arquitecto que ha ganado más de cuarenta premios de arquitectura: una escuela infantil en Sondika, viviendas en Durango, la nueva Plaza del Desierto de Barakaldo y, casi al lado de ésta, el estadio municipal de Lasesarre, verdadero protagonista de esta entrada. Ya dije que el encabezamiento de Eduardo Arroyo era una disculpa. 
Él diseñó un estadio que celebrará sus primeros diez años de existencia el próximo sábado, a eso de las cinco de la tarde, cuando el Peña Sport visite al Barakaldo en partido correspondiente a la séptima jornada de la Segunda B española. Se inauguró el 30 de Septiembre de 2003 con un partido amistoso que enfrentó al equipo local, el Barakaldo Club de Fútbol, y al Athletic Club de Bilbao. El partido terminó con victoria de los bilbaínos y doblete del actual jugador del Panthrakikos griego, Carlos Merino. 
Desde entonces, sus más de 9.000 metros cuadrados, sus 105 x 68 metros de césped y sus 7.960 coloridos asientos han vivido nueve temporadas en Segunda B y una en Tercera División. Este año, la decimoprimera en este nuevo y moderno estadio, el club que ahora preside Alberto Romero sigue empeñado en sobrevivir con dignidad y esperanza en un fútbol, este moderno, por mucho que sea humilde, que sigue entendiendo mal los números y peor el espíritu que le vio nacer. 
El estadio ha sido finalista, en 2004, del premio de arquitectura más prestigioso en la Unión Europea, el que lleva el nombre del arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe. Y no ha sido el único reconocimiento: por ejemplo, también recibió el premio Enric Miralles de la bienal de Arquitectura Española en 2005. En una entrevista que publicaba hoy el diario El Correo, el presidente del Barakaldo CF confesaba que, en varias ocasiones a lo largo del año, el club recibe la visita de estudiantes de arquitectura que analizan con detalle las características arquitectónicas del estadio. Más aún, la maqueta fue expuesta en el MoMA de Nueva York y en el salón internacional de urbanismo de Tokio. Hace un año, arquitectos ingleses viajaron hasta Barakaldo, interesados en buscar inspiración para un estadio que proyectaban en Cambridge. 
Probablemente, los logros deportivos no alcancen a los arquitectónicos. Han pasado diez años y el club se mantiene en la tercera categoría del fútbol nacional. Durante esos diez años, se han tenido que superar varias crisis económicas, citas en los juzgados, un descenso a tercera división... Las franjas gualdas y negras no han cambiado, sin embargo. El equipo sobrevive. Incluso, renace. El vetusto Lasesarre que vigilaba La Cábila, con sus cazuelas de caracoles y callos para el descanso, sus graderías despeñadas, su olor a fútbol del que se rotula en blanco y negro en los libros, pasó a mejor vida, y llegó este otro que se mimetiza con unos alrededores que parecían (supongo que aún parecen) apuntar a un futuro distinto para la antigua ciudad fabril. Un estadio luminoso, casi traslúcido, vistoso y suave, de acero armado, con entrada en la wikipedia, un estadio que sostiene un enorme secreto bajo su suelo. Porque debajo del césped, varios metros por debajo, el acero inoxidable que cubre los micropilotes de tubo intenta evitar que el fango del estuario del Nervión afecte a la estructura y al campo. Pero ese fango que se escondía bajo la escoria de las fábricas, y que ahora se esconde bajo una estructura de luz y acero, ese fango nos pertenece y nos sustenta tanto o más que los pilotes y los tirantes que sostienen el estadio. 
Soy socio del Barakaldo CF. Lo fui cuando era un niño y me agarraba a las vallas del viejo Lasesarre para ver mejor. Aún mantengo recuerdos que no olvidaré en mi vida y que, a veces, aparecen como un fantasma cuando paso cerca del Polideportivo de Lasesarre que ahora ocupa ese solar: el olor a café del bar Nervión, el barro en los calzones de Bodeguero tras lanzarse a por un balón, el cartón del marcador moviéndose lentamente, el barullo al salir por la puerta norte, la sonrisa de mi padre cada vez que su equipo marcaba un gol. El cobijo bajo el ondulado de la preferencia cuando llovía, sentados en el último peldaño, mientras comíamos pipas por inercia, es como la metáfora perfecta de un refugio, el lugar que siempre evocaría para pasar una tarde de domingo. 
Después, dejé de serlo. Porque todos tenemos derecho a viajar al extranjero y a confundir la experiencia con el esperpento. Me alejé del fútbol y del estadio y de todas esas sensaciones y sentimientos que, aunque suenen a palabras solemnes, no dejan de ser algo tan simple como el alimento que nos quita el hambre y el agua que nos sacia la sed. Luego volví. Volví para la Ciudad Deportiva, en aquel exilio arrinconado donde el mayor recuerdo que tengo, además de alguno que intento olvidar aunque no pueda, es el del primer partido de la temporada en casa: los dos solos, sin el tercero. Mirábamos hacia la grada como si toda aquella gente no nos estuviera viendo, como si nosotros no estuviéramos allí. Mi hermano no dijo nada. Yo tampoco. Pero, por dentro, sabíamos que aquel día decidimos que nunca dejaríamos de ir porque siempre que vamos volvemos a estar con él. 
Y así llegué al nuevo estadio de Lasesarre. Y sigo siendo socio. Y mi hermano también sigue siéndolo aunque viva en Francia. Igual que yo pagué mi carné sin rechistar mientras viví a un océano de distancia. Y en estos diez años, ese estadio también me ha dejado recuerdos que trascienden lo futbolístico. Me ha dado amigos. A algunos, los he recuperado. Me ha dado alegrías, disgustos, sueño, frío. Me ha dado ganas de llorar y de reír. Me ha dado un nuevo sitio en el que volverlo a ver. 
Y seguiré siendo socio. Porque, el Barakaldo, como muchos otros clubes humildes pero nobles, en muchos otros sitios con mejores o peores estadios, me ha enseñado una lección que no es original pero que yo he guardado con celo: que el fútbol, como la vida, es solo la agonía de creer que algún día podrás ser feliz y, mientras tanto, serlo intentándolo. 
Feliz cumpleaños y ¡a seguir luchando!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

creo q el campo tiene muchisimos defectos, para la foto es bonito, pero es bastante deficiente en otros aspectos, y el que lo sufre cada 2 semanas lo sabe.

Anónimo dijo...

a ver si tiene valor de ir al baño a mear al final del partido en chanclas......y pasan los años y sigue igual, bueno lo cierto es q nunca ha estado bien, buena obra si señor.

achasa dijo...

En la web del Baraka hay un vídeo que os recomiendo. Con imágenes del primer partido y de la demolición del viejo Lasesarre, entre otras cosas.