martes, 7 de octubre de 2014

Tony DiCicco



Joder, la verdad es que no recuerdo si fue él, pero yo creo que sí. En algún sitio lo leí, y me parece que lo citaban a él, al entrenador norteamericano que hacía las veces de seleccionador nacional femenino en aquellos Estados Unidos de Mia Hamm que reinó a finales de los años 90. Fue DiCicco, si no me equivoco, el que pronunció una de esas frases que quedarían perfectas en los libros de autoayuda, en las sesiones de apoyo y en las charlas post-partido de los biopics americanos: "Don't get angry, get better", o lo que viene a ser en castellano "no te mosquees, mejora."
No es un buen comienzo, lo sé.
Tampoco el resto de la entrada va a ser mucho mejor. 
Últimamente, la actualidad deportiva me sirve de válvula de escape más que de inspiración reflexiva, y así no hay mucho que aportar a esto de escribir, sea sobre lo que sea.
Tampoco quiero que suene todo esto tan dramático y trascendente como creo que puede que suene. Hace tiempo que yo he entendido algo que supongo que todos los que leen este blog entendieron a la primera, mucho antes que yo: ni voy a descubrir el mundo ni voy a cambiarlo. A lo sumo, aspiro a no aburrir, así que dejémonos de solemnidades y vayamos al grano.
Os doy el contexto:
Como casi cualquiera de los aficionados de los otros ochenta equipos que forman los cuatro grupos de la Segunda B, yo vivo la afición por mi club con una mezcla de pasión desaforada, celebración folclórica y placer estético. Me explico: con el tiempo he alimentado una ligazón con el club de mi pueblo que trasciende lo racional y explicativo. Es un vínculo emocional al que no me interesa buscarle explicación: quiero al club y me identifico con sus colores y disfruto de sus alegrías y sufro sus penas. ¿Por qué? Porque sí, y sé que ese razonamiento no me vale para el resto de los aspectos que afectan a mi experiencia personal. Eso es lo que llamo pasión desaforada. Luego está lo que he denominado celebración folclórica, que no tiene nada que ver con las cantantes de canción española. Con folclórico me refiero a la expresión más esencial y primitiva de toda creación humana. A la cultura en sí misma y a su indicación de que somos una sociedad y vivimos en relación. Me gusta bajar al fútbol cada quince días porque soy un bulto en el grupo y el grupo da calor, abriga, te ayuda a respirar en armonía y con ritmo. Me gusta pertenecer, ser en plural, compartir y asociar. Ser socio. Y lo del placer estético es mucho más sencillo de explicar: me gusta lo que veo en el campo, incluso sin la condición de los colores y los escudos. Me gusta el juego en sí: el pase en corto y el balón al desmarque. El córner cerrado y el achique de espacios. Me gusta la rabona y la cola de vaca y el despeje de puños. Todo. Quizás porque yo nunca tuve ningún talento para ello. Quién sabe.
Así que cada quince días yo bajo al estadio sin bufanda colorida pero con esa alegría tan inocente y desesperada que apuesta todo a la fe en que esos noventa minutos van a ayudarme a olvidar que al día siguiente, lunes, volvemos a la cruda realidad.
Y así van pasando los años, y uno se hace mayor, pero los vínculos se refuerzan y las razones se difuminan.
El caso es que, en todos los años que llevo viendo fútbol, he visto muchas cosas: victorias, derrotas, penalties que no lo fueron, los que fueron y no se pitaron, peleas, tarascadas, expulsiones, lesiones, gente que lloraba de alegría y otros de tristeza, partidos que parecía que no se iban a terminar nunca y otros que olvidabas según se iban jugando. Extremos que se encaraban con el público, porteros que se partían la caja, aficionados que se pillaban la tajada. De todo, y mucho, ya lo he olvidado, como olvidaré pronto el del domingo pasado.
Fue un partido más, una jornada menos, otro encuentro que repartía tres puntos y se llevó el equipo visitante. Un equipo visitante que, en esta ocasión, era el filial del Real Madrid que preside Florentino Pérez y entrena Zinedine Zidane. Los madrileños ganaron 0-1 con un penalty transformado por el cordobés Álvaro Medrán en el minuto cincuenta y cinco. Los de Zidane llegaron como colistas y se marcharon de Lasesarre con tres puntos que les permiten no ser últimos pero siguen en descenso. Por el contrario, los locales no sumaron y aún así siguen liderando la clasificación.
Digresión (si no es que toda la entrada es digresión en sí): Hubo cuarenta partidos en esta categoría y en este fin de semana. Solo éste tuvo eco en la versión digital del diario Marca, por supuesto, pero ya sabemos cómo funciona el fútbol moderno y qué intereses pueden mover a un medio que publica una noticia de cinco párrafos y dos de ellos y el titular los encabeza el entrenador y solamente el entrenador. Termina digresión.
Por supuesto, no fue esto todo. Hubo más. Hubo cinco expulsiones: dos jugadores de campo, el primer entrenador, el segundo y un reserva que permanecía en el banquillo. Creo, porque no he leído el acta arbitral, y seguro que leerla es más inquietante que una novela de Tom Clancy. Todos los expulsados, fueran cuatro o fueran cinco, eran miembros de la plantilla del Barakaldo. No hubo lesionados ni entradas duras de mención, más allá del juego de codos que se ha convertido en uno de los sellos más evidentes en el fútbol moderno. Hubo protestas, reclamaciones, un penalty pitado que se protestó y otros que no existieron pero que juraron verlos los propios protagonistas. Había un árbitro, por supuesto, asistido a las bandas por dos linieres.
Ahora podría ponerme a repasar las jugadas polémicas, una por una, pero sería un ejercicio sin sentido. En mi opinión, porque voy a intentar resumirlo, las expulsiones pueden ser justificadas, el penalty no lo vi, el que se reclama en el bando contrario me lo perdí y una acción que encendió, ya en el final del partido, a una afición local desquiciada por entonces, estuvo bien gestionada. Me refiero al jugador del Castilla que fue atendido por las asistencias y no abandonó el campo. Como sospechaba, parece que el reglamento recoge que si el accidente se produce con el portero y éste también es atendido, el jugador de campo no debe acatar la regla habitual que le obliga a abandonar el campo después de ser atendido. O eso he oído. En resumen, nada que no hayas oído antes, que no hayan vivido todas las aficiones, que no vaya a suceder mañana.
Todo el mundo tiene criterio y potestad para juzgar e interpretar la actuación colegial. Y no tengo claro que eso sea bueno ni malo. Más aún cuando, en esta ocasión, su rendimiento, por una u otra razón, oscureció la de los dos equipos. En mi opinión, y repito una vez más que es una opinión subjetiva y probablemente equivocada, el árbitro cometió errores más relevantes que las jugadas clave y polémicas que aparecerían en cualquier resumen: aplicó mal la ley de la ventaja, perdió el control del partido en los minutos finales, mantuvo un criterio distinto para jugadas idénticas, no negoció con los jugadores y confundió la rotundidad con la urgencia. Pero todo esto es, lo digo una vez más, una impresión personal y subjetiva. Igual que todos tenemos opinión sobre el desarrollo del partido, aunque muchos no tengamos ni puta idea, lo mismo nos hacemos juicios de valor sobre la actuación arbitral que, en líneas generales, es más difícil que marcar goles o evitarlos. No creo, personalmente, que su actuación fuera premeditada. Tampoco valoro su edad ni su experiencia en la categoría a pesar de la misma, solo creo que estuvo desafortunado y que, cuanto más desafortunado estuvo, en lugar de reflexionar, pausarse y recapacitar, siguió huyendo hacia adelante. Muchos de los que estuvieron en el campo lo vieron de otra manera y estoy seguro de que el colegiado, él mismo, tendrá una opinión completamente distinta. Todas válidas y reglamentarias, como el balón, el silbato y el spray. 
De todas formas, mi entrada, que ya va siendo larga y anodina y hasta ridícula, no nació porque yo tuviera necesidad de comentar un partido, el trabajo de un árbitro, y las consecuencias del mismo (del partido, digo). Empezaríamos un debate con cientos de lecturas, opiniones, valoraciones y hasta, si se pierde el control, improperios y salidas de tono. Y no es eso lo que quería.
Sinceramente, creo que todo esto se olvidará rápido. La liga continua y estoy convencido de que el equipo que salió derrotado, y aparentemente afectado, se repondrá de esta derrota y de sus efectos y olvidará pronto el partido para encarar los que le quedan por delante. De hecho, hubo otras consecuencias mucho más positivas, lecturas menos calientes, que merece la pena subrayar: el compromiso y la lucha de unos jugadores que consiguieron arrinconar al rival a pesar de jugar con nueve, la armonía con una afición que creyó en el empate por encima de la situación, y el valor de experiencias que son connaturales al fútbol y que solo deben servir para poner en práctica la máxima de DiCicco.
Los jugadores, según nueva costumbre del entrenador Asier Intxaurraga, acabaron, como siempre, estirando sobre el campo cuando acabó el partido, mientras la afición se resistía a abandonarlo y seguían aplaudiéndoles y coreando el nombre del club. Hasta los jugadores expulsados, ya vestidos de calle, participaban del círculo y devolvían el aplauso antes de marcharse. Creo que, más allá de la derrota, esa lectura positiva puede ayudarnos en el futuro tanto como la lección que saquemos de saber digerir el disgusto y el fracaso. 
Pero como he dicho, aunque parezca mentira después de todas las palabras que he usado, yo no quería hablar de eso. Mi entrada y mi reflexión, ocurrida incluso durante el partido, indagaba más sobre consecuencias morales y emocionales más íntimas. No las mías, que el domingo estaba especialmente esquivo y taciturno, si no la de los compañeros y compañeras de grada, las de los futbolistas, cuerpo técnico y dirigentes, y las del mismo árbitro. 
Los noventa minutos fueron un concierto de blasfemia, salvajadas verbales y poesía del exabrupto. No es nada nuevo, lo sé, y sé que ocurre en todos los campos de fútbol. No deja de sorprenderme porque yo fui capaz de aguantar los noventa minutos con un nivel de indignación parecido y de mi boca no salió ningún insulto ni ningún deseo impúdico ni fatídico para con ninguno de los jueces. Entonces, pensaba: quizás sea yo el que estoy estropeado. No podía evitar mirar a mi alrededor y ver las yugulares rebosantes, las voces roncas, las caras rojas, las palabras que se hacían materia y caían como dardos sobre el campo. ¿De dónde sale tanta inquina, tanta excitación, tal nivel de irritación? ¿Por qué yo no? ¿Será que no soy tan fiel ni tan ardiente como el resto de los aficionados? ¿Será que no tengo la sangre caliente? ¿Será que no me gustó aquel disco de los Chunguitos? ¿Será que soy chungo? Entiendo que cada uno expresa sus emociones como puede, pero, a veces, me pregunto cómo somos capaces de cargar con tal congestión que guardamos, parece, para cuando llega el partido y entonces el fútbol actúa como un antigripal de solución eficaz. Quizás me sorprende más porque los colegas a los que aprecio y que se han convertido en otra de las razones por las que bajo siempre al campo, tampoco atienden a la generalidad y se parecen más a mí: se alteran, se levantan, protestan, aplauden, y se lamentan, pero jamás (no lo hemos hecho, por ahora, y estábamos presentes en partidos como aquel que se alargó diez minutos) han perdido un control que, además, nos ayuda a tomarnos todo esto con un sentido del humor que no creo que pueda ser usado en nuestra contra para juzgar nuestro nivel de empatía con el club. 
Las mismas preguntas incómodas me venían a la cabeza cuando veía a los jugadores calentarse, lanzarse miradas que ni Paulie Gualtieri, y tantearse el espacio con los codos. ¿Qué les pasa por la cabeza? ¿Cómo digieren todo esto cuando llegan a la ducha? ¿Se va tranquilizando el arrebato con los años? ¿Se reconocen cuando se ven desde lejos? ¿Cómo soportas el nervio cuando tienes delante a un niño bien peinado sonriéndote con suficiencia y poniéndote la punta de la nariz sobre la tuya? ¿Eres capaz de ver al niño o solo ves el peinado de moda? ¿Cómo actuarías tú si estuvieras ahí? Siempre me he preguntado hasta donde se puede apretar el puño. Precisamente en este partido, donde un entrenador (que se supone que no es entrenador) estropeó su inmaculada carrera como jugador por palparle el pecho a un defensa italiano con su venerable calva. Veía a los jugadores correr desesperados detrás de los contrarios más que de una pelota que parecía querer huir del campo, y me entraba como un ardor de estómago intentando calcular si yo sería capaz de gestionar esas pulsaciones. Es difícil. El fútbol parece dilatar tanta pasión en tan poco espacio que parece más difícil controlar el ímpetu que el cuero. 
Y el árbitro. Empecé por preguntarme si el árbitro tendría facebook. Si hablaría con sus amigos por twitter. Si alguna vez alguien le habría reconocido en un concierto de Marea y se tuvo que ver obligado a marcharse de la primera fila porque el pogo parecía dirigirse únicamente a su trasero. Mi imaginación es un juguete roto, lo sé, pero no podía evitar hacer ese ejercicio: qué está pasando por su cabeza. ¿Pasa algo por su cabeza? ¿Puedo entender que este hombre tenga la habilidad de limitarse a aplicar el reglamento ausentándose de lo que sucede a su alrededor cuando lo aplica? Llega a casa y abre la puerta, escucha ruido en la cocina y su mujer se asoma por la puerta, limpiándose las manos con un trapo de cocina: ¿le sonríe?, ¿le examina?, ¿a él le afecta? ¿Con qué sueñan las ovejas y en qué piensan los árbitros? ¿Tiene un amigo que le dice tío, eres un puto desastre? ¿Tiene alguien que le felicita cuando acierta? ¿Alguien se acuerda del árbitro cuando gana, alguien le olvida cuando pierde? ¿Quién es, por qué es, cómo puede ser? 
Preguntas que aparecían mientras iban pasando los minutos. Preguntas que no se respondieron ni se responderán. Porque en algún otro lugar de algún otro rincón del mundo, hay otra liga y otro equipo con otros colores y otros árbitros que pitan o no pitan y hasta aficionados y aficionadas que se hacen las mismas preguntas y siempre se quedan sin responder, se hagan en el idioma que se hagan. 
Todos tenemos opinión y una particular visión de las cosas. También el árbitro, supongo. Hasta hoy nunca había hablado de ellos y como podéis ver, he escrito mucho pero he dicho poco.
Todos los que por accidente acabéis leyendo esta entrada, tenéis derecho a glosarla, llevarme la contraria y hasta considerar que soy un majadero vendehumos, pero, si queréis comentarla, hacerlo con respeto y recordad siempre que lo he dejado claro desde el principio: de fútbol entiendo poco y de escribir sobre ello, aún menos. 
Habiéndolo confesado desde el principio, lo repito: como socio y aficionado de otro de esos clubes con camisetas de franjas que no salen en las portadas de los periódicos pero tienen la misma grandeza y ascendencia que cualquier otro con sus vitrinas y sus cuentas de ahorro repletas, insisto, me quedo con la frase de Tony DiCicco y, sobre todo, con la sintonía y los aplausos, el compromiso y la porfía, que siempre serán virtudes que caractericen a un club que entiende que el deporte es y solo puede ser como entendían la vida los indios Hopi: "One finger can't lift a pebble"... o lo que viene a ser que "un solo dedo no puede levantar una piedra".
Una máxima perfecta para un encuentro de fútbol de segunda b y para una batalla de paintball. Una forma tan ridícula de cerrar una entrada exagerada como la que elegí para comenzar.
Ah, y sí, ayer estuvo Zidane en Lasesarre. Pero es que yo soy más de chandal y de bigote. Para mí, sin querer desmerecer al francés, es un honor tan grande o más aún que, en este campo, un día no muy lejano, estuviera viendo atento una tanda de penalties el malogrado Manolo Preciado.

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