Número de socio del Barakaldo Club de Fútbol: 208
Mi puerta. Versión 2017.
Yo fui portero del Barakaldo cuando el Barakaldo era sinónimo de playoff de
ascenso a segunda división cada temporada. Yo fui portero del Barakaldo cuando
el conjunto vizcaíno portaba la vitola de equipo grande en horas bajas; cuando
Lasesarre era un campo inexpugnable.
Yo fui portero del Barakaldo cuando Lasesarre era Lasesarre, el antiguo
Lasesarre. Un estadio vetusto, con tribuna de madera y preferencia cubierta con
chapa de uralita. Cuando la hinchada se desplazaba de un fondo a otro en el
descanso con el fin de respaldar el ataque del equipo gualdinegro.
Yo fui portero del Barakaldo sin tener que recoger balones del fondo de las
mallas. Un portero imbatido. No hizo falta calzarme unos guantes ni unas botas
de tacos ni calarme una visera con la que proteger mi visión, en los balones
aéreos, para que no me deslumbrase el sol.
El portero del Barakaldo que yo fui usaba otras herramientas, a saber: un
taladro, un chaleco fluorescente y, sobre todo, una boina roja. Una boina roja
que me identificaba como portero, como pica, como interventor. El taladro se
usaba cuando los carnés de socios no tenían códigos de barras que se validaban
con un lector láser. Con el taladro se picaba la cartulina inserta en una funda
de cuero con el escudo del equipo grabado en color dorado y con la leyenda,
debajo, que decía “Fundado en 1917”. El chaleco fluorescente, supongo, que no
recuerdo, se nos impondría como objeto con el que tratar de modernizar aquella
labor. No sé.
Yo fui portero del Barakaldo defendiendo el arco del fondo de La Cábila. El
opuesto al del marcador de Beyena. La puerta de la entrada de la calle
Murrieta. Esa en la que los balcones de los pisos más altos ofrecían un
privilegiado y doméstico palco con el que seguir las evoluciones de los
gualdinegros y sus rivales. La puerta de La Cábila. Mi puerta.
Cuando yo fui portero del Barakaldo, en casa, en la casa de mis padres,
disponía de una Olivetti PT505. Una máquina de escribir electrónica que le
compraron a mi hermano para sus estudios de magisterio. Un aparato que heredé
para mis propios trabajos académicos. Una máquina con la que escribí un texto
titulado “Mi Puerta”.
Aún nos descojonamos, la verdad. Es un incunable. Aquel texto se imprimió y
se compartió, sin visos de viralidad, más allá de los que me rodeaban. Esos,
estos, aquellos son los que se descojonaron y se descojonan. Nos descojonamos.
Un incunable desgraciadamente irrecuperable que pretendía ser una especie de
descripción costumbrista de un boina de Lasesarre, en Lasesarre, con la puerta
de La Cábila como símbolo. Mi puerta.
No recuerdo muy bien qué contaba yo en aquel escrito del que todos nos
descojonamos aunque, en el fondo, para mí, era una cosa muy seria. Qué
escribiría yo en aquellos iniciáticos pinitos columnistas. A saber.
Supongo que mencionaría el hecho de que la puerta de La Cábila, mi puerta,
era la que quedaba más cercana de la próxima calle Letxezar, paralela a
Murrieta, en la que tres o cuatro bares (el Arconada y alguno más cuyo nombre
ahora no recuerdo) hacían su agosto cada quince días en los prolegómenos del
match y en el descanso del mismo. La gente salía en masa a abrevar cuando
finalizaban los primeros 45 minutos. A tomar el patxaran, el sol y sombra o el
Gin Tonic. Un pelotazo en un cuarto de hora, el tiempo justo para regresar
calentito a ver la segunda parte.
Supongo que, en este sentido, recordaría la revolución que se formó cuando
el club decidió prohibir esas salidas al descanso. Ay, que me tiran la puerta,
mi puerta, abajo, pensaba yo. A lo mejor he de pedir protección policial. No
hizo falta. La iniciativa fue infructuosa y no se pudo impedir que la gente
saliese a echar el cacharro.
Además de esa referencia a la marabunta de socios sedientos, supongo que en
aquel “Mi puerta” de 1996 o 1997, también me acordaría de los que se quejaban
por pagar la entrada cuando el club dictaminaba día del ídem. Rememoraría, digo
yo, el balonazo en la cara que me comí mientras picaba un carné y uno de
nuestros jugadores no afinó la puntería en el calentamiento. En aquel texto
quedarían reflejados, digo yo, los supporters de Peñarol y el Colectivo que
atravesaban mi puerta cada domingo; o aquel socio que portaba un cuerno que
hacía sonar como si acabase de hollar un monte bocinero antes, durante y
después de cada encuentro; o aquellos otros, elegantes, escudo del Baraka
dorado engarzado en la solapa, con sus interminables Farias, atufándonos cuando
se refugiaban de la lluvia en la tejavana protectora de mi puerta.
Esas y otras cosas, supongo, escribiría yo en aquella Olivetti. Una
muestra más de mi enfermedad gualdinegra. Otro ridículo indicador de la pasión
hacia unos colores, el amarillo y negro, que, de alguna forma, pretendí
significar en aquella dedicación y simbolizar en aquella puerta, Mi Puerta.
Dónde estará aquel folio. Probablemente, no exista, aunque no tengo yo el
recuerdo de haberlo roto o tirado. Habría estado bien recuperarlo en estas
fechas, cuando se cumplen 100 años de historia del Barakaldo CF. Cuando unas
letras así, quizá, lo dudo, no sé, podrían servir para reivindicar un
sentimiento que amortigüe un poco el mal rollo de los últimos meses.
Bah, supongo que, en realidad, sólo habría servido para descojonarnos mis
colegas y yo con la sarta de bobadas impresas en aquel escrito titulado “Mi
puerta”. Lo cual, por otra parte, no habría estado nada mal. Habría estado muy
bien reírse de cuando fui portero del Barakaldo.
PD: casualidades de la vida, el 22 de junio, fecha en la que se escribe
esto, me entero, al ver su esquela, del fallecimiento de Eugenio Roldán, un
tipo afable, boina de San Mamés, que durante muchas tardes, nos acompañó en
Lasesarre, con el fin de concienciarnos de que, como interventores de estadio,
debíamos negociar una serie de condiciones laborales con el club, algo que, con
su asesoramiento, conseguimos. DEP.
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