Fanzine deportivo literario. Crónicas caprichosas sobre héroes y villanos del mundo del deporte
lunes, 10 de noviembre de 2008
Carles Ruf
Fácil sería si ahora me pongo a contar que Ruf jugó en el Joventut, en el Girona, en Lugo, en Portugal. Más fácil aún si digo que era un paquete o, por el contrario, me pongo del lado de los que piensan que tenía facultades pero no tuvo mucha confianza de sus entrenadores. Para eso, están los foros en internet. Os encontraréis de todo, espero que el pobre Ruf no lea alguno de los comentarios. Para los que no se acuerden era un tío alto, delgado, rubio, con buena mano y cuyo momento más grande fue el partido de la final del Open McDonalds entre el Joventut y Los Ángeles Lakers que acabó con el sorprendente resultado de 114-116. Y de aquel partido y de aquel torneo era de lo que quería hablar. Del McDonalds y del torneo de Navidad que solía organizar el Real Madrid. Recuerdo bastante bien para lo que en mí es habitual los últimos minutos de aquel trepidante partido. La voz de Pedro Barthe, la canasta a tablero de Corny Thompson, el triple de Ruf, el rebote en ataque de Pressley, Magic mareando la bola. Para los que nos gustaba el baloncesto a principios de los noventa, prácticamente al mismo año en que robábamos patinentes de Tony Hawk en el Corte Inglés, aquel partido fue épico y vibrante, lo más cerca que se estuvo de ganar el McDonalds. Y era ante los Lakers que dirigía Dunleavy, con Magic, Worthy, Perkins, Elden Campbell, Scott, Divac o AC Green. En frente, la Penya de Lolo Sainz, vestidos de blanco y pantalones negros, los cinco que jugaron los últimos minutos eran Jofresa, Villacampa, Pressley, Corny Thompson y Ruf, en el banquillo se veía a Morales y a Tomás Jofresa más excitados que si estuvieran en la cancha. Eran grandes aquellos torneos, aunque el que mejor recuerdo es el de aquel año de 1991 en París-Bercy. Se solía jugar en Octubre, y por Navidad, el Madrid organizaba el suyo. Supongo que ya no lo organizan, pero durante años, formaba parte de las Navidades. Siempre solíamos bajar la mitad de las fechas a Valladolid, a un pequeño pueblo cerca de Tordesillas donde teníamos familia. Antes de que creciera lo suficiente para convertir aquellos viajes en una suerte de noches sin fin con los amigos de mi primo, las fiestas señaladas de Navidad en la meseta oscura y desapacible de Castilla se resumían en una mesa camilla con un dulce brasero bajo las faldas de paño, mucho turrón, regalos sorpresa y todos los hombres en la habitación de la tele viendo jugar a Sabonis, a Petrovic, a Kukoc, y discutiendo sobre quién era el mejor de Europa. Puedo ver a mi tío sentado en el sillón orejero, ya con el pelo cano y escaso, y su dedo torcido de jugar al frontón y sus sonrisas capciosas cuando rememoraba sus años de portero en el Palencia y el día que entrenó con el Atlético y Aragonés le vacilaba. Solo me acuerdo de que había baloncesto y era el Torneo de Navidad, que siempre invitaban a algún equipo exótico, cuando exótico es hasta el Brasil pero sobre todo recuerdo hablar de tú a tú con los hombres de la familia, aunque fuera de baloncesto, aunque fuera de Carles Ruf a quien, por cierto, fuera lo malo que fuera, seguimos recordándole y preguntándonos qué fue de él. En fin, mi tío sigue estando tan delgado como siempre, pero ya casi no monta ni en bici, quizás estas próximas Navidades podamos ver un partido de baloncesto juntos, y, en ese caso, por mucho que se empeñe, seguiré negándole que Drazen Petrovic haya sido el mejor jugador de Europa.
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