viernes, 28 de agosto de 2009

Juan Antonio Flecha


Si Jonathan Castroviejo lo tiene todo por hacer, Juan Antonio Flecha, con 32 años, ya se ha labrado una digna carrera y reputación. También un palmarés, con victorias significativas, como la etapa del Tour de Francia que ganó corriendo aún para Unzué, o pruebas clásicas, algunas con ciertas dosis míticas, que tan alejadas parecían del ciclismo que por aquí se estila: el Gran Premio de Zúrich, el Giro del Lazio o el Circuito Franco-Belga. Aunque no han sido sus únicas victorias, su palmarés brilla por otros puestos honoríficos pero supuestamente menores, segundos, terceros, cuartos y quintos puestos, en pruebas como el Tour de Flandes, la Het-Volk, la Flecha-Brabançona, la Gante-Wevelgem, o la más grande de todas, la París-Roubaix, donde ha sido segundo, tercero y cuarto. Solo le queda un puesto, por lo tanto.
Pedalear desde París hasta Roubaix supone viajar tanto en el espacio como en el tiempo. La trinchera de Arenberg es un espacio abierto a la creación de mitos. Un cementerio de sueños ciclistas donde siempre brotan nuevos con cada marea. Un túnel de lodo, de más de dos kilómetros de largo, pero solo tres metros de anchura. Cuentan que lo de “el infierno del norte” se lo inventó un periodista de nombre Victor Brever, quien, en 1919, era capaz de ver en aquellos parajes la desolación de un primer intento de guerra mundial.
Después, ciclistas varios, acompañados por sus insensatas demostraciones de superación, le han dado sustancia al apodo. Los Musseuw, los Tchmil, los De Vlaemick, los Ballerini, los Moser, los Tafi, los Duclos-Lasalle, Flecha, Boonen, el propio Merckx y muchos otros, han adornado una historia que no es ficticia, pero que ha superado la realidad para convertir la prueba en una suerte de ficción dramática, una hipérbole del esfuerzo deportivo. La carrera del pavés, del adoquín y el barro de un bosque que tiene forma de pista de hielo, del velódromo triunfal donde dar la vuelta de honor, una carrera que Theo de Rooy llamó, significativamente, “una basura auténtica.” Una carrera con más historia que kilometraje: Jean Stablinski tiene la culpa de todo. Primero, trabajó en las minas del bosque, se hundía, a 500 metros bajo tierra, para perderse en la oscuridad de las entrañas del bosque. Cuando subió, pedaleó, pedaleó tanto que llegó a ser campeón del Mundo. Él es el culpable, el único minero que también ha cruzado el bosque en bicicleta, el que en 1968 le susurró el secreto a los organizadores, que no dudaron en añadirlo al recorrido. Las minas desaparecieron hace 20 años, los ciclistas siguen cruzando el bosque como si fuera el mar Rojo y Moisés viera partirse el agua en dos. La cita es de Fabian Cancellara.
Y volvemos a Flecha. Él no corre por dinero, solo por dinero. Es uno de los ciclistas que aman este deporte, que aman su tragedia y su épica, lo que le queda de romántico y legendario, de humano y de literatura. Entrevistado antes de una participación, decía: "Ojalá llueva. Las carreras heroicas hay que correrlas en las peores condiciones. Esto es una carrera para tipos duros".
Flecha perdió a su padre en un accidente de coche a los cuatro años. Pasó su infancia en Argentina, con siete años aún vivía en el número 48 de la calle Lebensohn. Una calle de adoquines que tenía que cubrir cuando regresaba con su bicicleta. La ventana de su habitación daba al pavés. Aún recuerda, cuenta, el ruido de los neumáticos contra el adoquinado. A los once años, emigró a España y se hizo catalán, en parte vasco, cuando tuvo que marchar al Kaiku para hacerse ciclista. Ahora, es internacional, un ciclista universal, de los que dan renombre mundial a un deporte vapuleado por sus propias triquiñuelas. En un pasado reportaje para el Dominical de El País, con unas fotos extraordinarias de Timm Kölln, Flecha demostraba su pundonor y los premios de una vida que se ama con plenitud: entrenando por la Cerdenya, su perfil en la bicicleta rodeado de nieve, calculando el riesgo de las manetas heladas. Al llegar a la frontera, los guardias le lanzaban un cubo de agua caliente para deshelar la bicicleta.
Su ejemplo es la estampa de un deporte que prefiere ser descubierto a tientas, bajo el barrizal de Arenberg, sobre los muros valones, en las empalizadas escondidas de los laberintos vascos, por los recodos en los que los romanos encriptaron una voraz avidez por la conquista, el viento de las mesetas castellanas, en las pérfidas líneas que el tiempo descubre en los Alpes. Un deporte que sobrevive a bocanadas, silencioso, pertinaz ante las puñaladas que le han ido asestando los que también, decían, le amaban.
Puede que Flecha nunca gane la París-Roubaix, pero la París-Roubaix le ha ganado a él, y estas historias de amor son el alimento del vínculo original, el umbral de la vida, la clave del deporte, la explicación de las pasiones que han ido tornándose en ambiciones sucedáneas, en sentidos que no guardan ninguna relación con el principio de las cosas, signifique lo que signifique todo esto. Como el lenguaje, torpe e incapaz de celebrar lo que solo se conoce tras la experiencia. Seguro que Castroviejo si no lo sabe, lo sabrá.




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