miércoles, 25 de noviembre de 2009

Fernando Amorebieta


Ayer me gritó un tío. De verdad, aunque parezca un blandengue de mierda, me dio miedo, y me explico. Yo venía con prisa, conduciendo (el acto de conducir creo que debería estar regulado psiquiátricamente), y cuando llego a la entrada de mi garaje, que es un rincón oscuro al final de un callejón, un viejo negocio familiar a diez minutos a pie de mi casa y que heredé de mi padre, con armarios que él mismo hizo y donde aún guardo todas sus cañas de pescar, el tío de la autoescuela de enfrente tiene el coche aparcado bloqueándome el paso. Todo lo que sigue ocurrió en menos de medio minuto. Yo pito, pero, cierto, me quedo parado en medio de la calle. El tío de la autoescuela automáticamente dice voy desde la puerta de su local. Pero, cosa de diez segundos, el coche que venía detras mío, también usa el claxon. Miro por el retrovisor y le veo gesticular. Sé qué dice y yo intento contestarle con los mismos gestos. Conversación de necios. Sigue pitando y gesticulando así que casi de manera imposible, pego el coche más al de la autoescuela, que ya está a la altura de la puerta del conductor y me está pidiendo perdón y el coche que venía detrás se pega a mi altura. Su ventana con la mía del copiloto y me mira con agresividad. Sin usar mis cuerdas vocales, le digo: ¿no ves que es cosa de un segundo, que me bloqueaban el paso? Incluso intento añadir: yo también tengo prisa y no me has dado casi tiempo ni a pisar el freno. Pero el tío no debe entender nada de lo que digo, porque pega un frenazo, echa marcha atrás, vuelve a ponerse a mi altura, baja su ventanilla y me dice que baje la mía. Obedezco y abro la boca, pero él me corta: o te pones a la derecha o a la izquierda y no me toques los cojones porque te par... ostias, cagüen mi puta madre... Pero lo que me da miedo son sus ojos, que ya no gesticula, que ha dicho todo eso con una agresividad hierática, tan flemática que sonaba a matón de encargo de los Soprano. Y ahora no me voy a hacer el valiente, pero no me dio miedo la amenaza, me dio miedo la agresividad, la potencia en sí, el origen de una reacción tan violenta por medio minuto perdido en un incidente de tráfico. ¿Cómo se puede llegar a ese extremo?
Sigo. Solo una vez he discutido en un campo de fútbol. Fue en el Nuevo Lasesarre, durante un derby entre el Barakaldo y el Bilbao Athletic. Detrás nuestro había un grupo de unos cinco hombres de mediana edad que habían venido de algún lado a ver jugar al Bilbao Athletic. Nos miraban con recelo, pero quizás cuando vieron que mi fila de amigos no éramos de los que gritábamos e insultábamos, más bien nos reíamos y nos contábamos como fue el sábado, empezaron a animarse. Uno decía que nunca volvería a aquel estadio. Otro bufaba cada vez que algún aficionado gritaba al árbitro o a un jugador del equipo rival. Tenía razón, siempre hay mucha tensión en ese lado de la grada, una tensión irracional que por más que intento comprender solo logro explicármela de una manera demasiado literaria. Pero al final, ocurrió algo que me hizo saltar. Un jugador del Bilbao Athletic, recuerdo su nombre, Gontzal, de Santurtzi, al ir a sacar de banda se encaró chulescamente con el público, se puso a su altura y se dejó llevar. En la siguiente jugada, además, hizo una entrada muy dura y volvió a mirar desafiante al público. Y la masa, aunque sea posmoderna como la que analiza Eloy Fernández Porta, no necesita mucho para entender las cosas de la manera más primitiva posible. El problema vino cuando aquellos hombres que estaban en la fila de atrás, empezaron a justificar al jugador. No a justificarlo en plan, bueno, es normal, está revolucionado y bla bla bla, si no en plan, no te jode, normal, con esa panda de brutos, que les jodan... Y entonces yo me di la vuelta y, de manera educada, lo juro, les expliqué que ellos que llevaban todo el partido quejándose de la violencia en potencia que se acumulaba en el graderío, debían entender que lo que había hecho el jugador estaba de más. Uno me gritó que quién coño me había dado vela en ese entierro, otro me decía date la vuelta y cállate, otro quiso ponerse de pie, pero yo no mi me inmuté, aunque no me giré, y les miré desafiante, como Gontzal, y quizás porque con la misma parsimonia, J, y M, y A, y V e I e incluso alguno más que no estaba con nosotros, también se giraron con flema pero sin miramientos, el que gritaba se calló, el que me pedía que me girara dejó de hacerlo y el que había intentado ponerse de pie se quedó a medio camino. Y yo, al final, me giré, pero lo que se quedó a medias me estubo repateando el estómago durante toda la semana. Y no había sido la discusión en sí, si no el diálogo que nunca hubo, la sana discrepancia, la conversación que no existió nunca. No lo entendí ni lo entendía. El partido terminó en empate, creo.
Y eso. El sábado también discutí un poco con alguien cercano por la patada de Amorebieta a Messi. Uno decía que había que meterlo en la cárcel. Otro que si hubiera sido del equipo contrario ya estaría ahí. Y mira que es difícil defender a Amorebieta y además explicar que no lo haces por forofismo, pero yo intenté ser magnánimo, comprensivo, expliqué el gesto de la cabeza del jugador, el ángulo del balón, yo qué sé, pero no, tampoco hubo acuerdo, y me rendí antes de tiempo, está bien, me estaré equivocando.
En este último caso la discusión fue sana, pero en las otras dos, no, y yo no acabo de entenderlo del todo. Igual que no entiendo las polémicas políticas porque como explica Murders solo se pueden entender dentro de un contexto político pero a mí eso me parece tan estrecho, tan ridículamente inútil. Igual que no entiendo tanta agresividad en el mundo del deporte, tanto en el estadio como en los bares, igual que no entiendo a qué coño viene esta entrada. Quizás también el fútbol debería estar regulado psiquiátricamente. Y, a pesar de eso, y de como juegue el Real Madrid, y si lo puede hacer o no Cristiano Ronaldo, el fútbol sigue siendo maravilloso, igual que la vida, Salinas.

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