sábado, 28 de enero de 2012

Fred Hoiberg (Parte 2)



Sí, eran los Minnesota Timberwolves de Eddie Griffin, al que despedirían un año más tarde, después de fracasar en el intento de rehabilitar a un jugador que tenía tanto talento como problemas con el alcohol. Poco después, murió. Con una cogorza de aúpa, cogió el coche, y no era la primera vez. Se quedó en medio de las vías, le arrolló el tren. Ardió de tal manera que tuvieron que recurrir a su dentadura para reconocerlo. Tenía 25 años. Eran los Wolves de un Kevin Garnett que empezaba a perder la ilusión. De un Sam Cassell que aún tenía ascendente, aunque acababa de salir de una larga lesión y aquel partido no lo jugó, aunque le vi calentar, sin quitarse los sweat pants, que suena más glamoroso que si lo llamamos chandal. Los Wolves del madrileño Wally Szczerbiak con su peinado inamovible. Los Wolves del genio del playground, del jugón Latrell Sprewell. Y, también, claro, de la antigua estrella de Iowa State, Fred Hoiberg.
En el otro bando, los Portland Trail Blazers venían sin Zach Randolph. Ruben Patterson, Nick Van Exel y Damon Stoudamire eran los pilares de aquel equipo, tres exteriores para tirarse hasta las zapatillas. Joel Przybilla y Theo Ratliff reboteaban, Derek Anderson daban descanso a todos, Sebastian Telfair pasaba desapercibido y Travis Outlaw era demasiado joven para que participara de la fiesta. No había más donde rascar.
Ganaron los de casa por ocho puntos, 84-92, después de empezar perdiendo el primer cuarto. El partido fue soporífero, de bostezo absoluto, un coñazo como no está escrito. Un truño del copón, que diría Robin Food. La leche (desnatada) de aburrido. Alan se divertía más con las animadoras. Su hijo Jacob ya no se divertía con nada. Yo, doy gracias, estaba ya medio pedo porque me habían comprado un barril de plástico repleto de cerveza Miller que, por cierto, no me gustaba una mierda, pero era cerveza al fin y al cabo.
El mejor de los Blazers fue Patterson, con 25 puntos, aunque no pudo haber sido de otra forma. Entre todos los jugadores de los Blazers, tiraron 82 veces a canasta y metieron 35 de ellas. De los 82 intentos, nada más y nada menos que 59 se los cascaron entre Patterson, Stoudamire y Van Exel, para meter, al final, 26. Así que ya entendéis de qué fue la cosa. Por los Wolves, Garnett se marcó un alley-hoop que hizo vibrar a la grada y para de contar. Sprewell fue la estrella con cinco triples pero el que más sorprendió fue el malogrado Griffin. Solo metió un par de canastas y dos tiros libres, pero se cogió 18 rebotes, apuesto a que la mayoría a tiros del trío calavera de los Blazers. A la gente aquello le ilusionaba. El equipo llevaba un récord positivo cuando había pasado un tercio de la liga, pero no eran muy optimistas. Los 18 rebotes de Griffin apuntaban a que quizás el riesgo de apostar por un jugador con sus credenciales, podía resultar fundamental. En aquel mismo librillo, también se ofrecía un reportaje sobre el alero de Seton Hall. Él decía que estaba cansado de cagarla, después de haberse pasado su año de contrato con los Nets en blanco, ingresado en una clínica de rehabilitación. Kevin Garnett apostillaba diciendo que Griffin podía ser un jugador clave. John Lucas, su valedor, confesaba que creía que los Wolves podían ser la última oportunidad del jugador porque confiaba en la labor extra deportiva que Kevin McHale y Flip Saunders llevaban a cabo con los jugadores jóvenes. Eso es lo que fue, la última oportunidad. Por cierto, ni Szczerbiak ni Hoiberg, aunque lo intentaron, acertaron aquel día desde la línea de tres.
¿Y qué más recuerdo?
La calva del tío de delante. Donde podía leer mi futuro, como si fuera el fondo de una taza de té. A una oronda americana de cabellera nacarada que casi me lanza encima su bol de alitas de pollo. Que sonó “Stacey’s Mom” de Fountains of Wayne tocado por una orquesta festiva antes de empezar. Que me no me levanté cuando sonó el himno. Bueno, no al principio, luego lo hice, pero para mirar mejor hacia abajo y ver a los jugadores comportarse, sin poder encontrar otro Mahmoud Abdul Rauf. Que el marcador electrónico que colgaba del techo era tan grande como un camión con cabina frigorífica. Pasaba más tiempo mirando ahí arriba, que abajo, a la pista, y me imaginaba qué pasaría si uno de esos anclajes fallara y el invento se precipitara al vacío. Tranquilos, aún nadie me ha diagnosticado instintos asesinos. Ir al baño. Eso también lo recuerdo. Creo que fue en el tercer cuarto, cuando la Miller se me amontonaba en la vejiga y me excusé y tardé como cinco minutos en encontrar los baños y otros tantos en volver, pero no ya porque no sabía el camino, si no porque me quedé extasiado viendo una trifulca con mucho estilo entre un afro americano con el pelo cardado y de más de dos metros que andaba agarrando por las solapas a un vendedor de perritos. Le había levantado por encima del mostrador de su puesto y el gorro a franjas rojas y blancas le bailaba hacia un costado. Cuando, en un momento, y por sorpresa, los dos se giraron para mirar como yo les miraba con curiosidad, apague la tele, y dejé de ver The Wire. Me volví a mi sitio y el partido seguía en el mismo sitio. También recuerdo que Alan me preguntó si me estaba divirtiendo, y le dije que sí. Luego insistió, y ya no me callé: le dije que la experiencia merecía la pena, pero que me estaba aburriendo como una ostra (no sé cómo se dice ostra en inglés, así que probablemente usara otra expresión), que el baloncesto americano era un puto coñazo (sí sé cómo se dice coñazo en inglés, pero probablemente usara otra expresión). Se sorprendió, así que insistí otra vez en lo de que la experiencia merecía la pena.
Y nos fuimos.
Volvimos por donde habíamos venido.
Circo abandonado, parking cubierto y repleto, puentes de cristal con moqueta, vestíbulos marmóreos, y una carrerita por una calle que parecía la vieja pista de hielo de Artxanda. Calentitos en la pickup, música rock cristiana para amenizar, y vuelta a la casa de los abuelos donde nos esperaba un guisado de carne con puré de patatas, guisantes y, de postre, una tarta de chocolate que fue el único dulce casero que me gustó de mi experiencia americana. Unos meses después, repetí en la casa abandonada de Orchard, después de conducir una moto de cuatro ruedas que me ayudó a recordar lo bonito que es pasear con las dos piernas que nos van creciendo desde que nacemos. Aquel pastel, sin embargo, merecía la angustia del motor.
Al día siguiente, nos condujimos las cinco horas de viaje sin pestañear, y ya está, para cuando llegué a casa, ya casi ni me acordaba de Ruben Patterson. Pau Gasol seguía jugando en los Memphis Grizzlies. Los niños se pirraban por Dwayne Wade. Steve Nash estaba haciendo la temporada de su vida. Y Bruce Bowen era un nombre que me aprendí de golpe. Poco más. Yo seguí viendo partidos de la NBA en la tele porque no tenía nada mejor que ver que no fueran más telecomedias. Me tragué la NCAA, jugué un par de partidos con los autóctonos en el REC Center, asistí a la temporada magnífica de Casey Harriman en su año junior, creo, de High School, y me volví a mi pueblo con todo resuelto, pero sin grandes cosas que contar.
Eso sí. Once años más tarde, te encuentras con el librillo, te pones a leer sobre Eddie Griffin y Fred Hoiberg y todo parece que fue mejor de lo que era en realidad. ¿O no?


Posdata: Ah, por cierto, dos cosas que no he recordado. Una, que le compré un Stenson a quien me lo pidió en el centro comercial más grande de los Estados Unidos, y si no el segundo. Tenían un parque de atracciones en el centro. Subimos hasta el último piso para ver a las camareras pechugonas que servían en patines en un Hootie's. Me llevaron al Ikea porque aquello era nuevo y lo flipaban y desayunamos huevos revueltos en el mismo Ikea. Apasionante. Y, dos, el que está ahí, al fondo, soy yo, con Heidi, mirando el suelo de hielo y pisándolo bien, a ver si iba a quebrarse como en los dibujos animados marca Acme.



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