Nos amargó la noche el tío, pero mereció la pena. Al final, nos animamos y M, A y un servidor, al que podríamos llamar Barracus, M, A, Barracus, nos animos a marchar a Sestao. Lo admito, estaba excitado, volver a Las Llanas era todo un acontecimiento. Todo en ese estadio indica que es posible parar el tiempo. Para empezar, en taquillas, veinte euros la entrada sin distinción, una entrada única y puedes pasearte líbremente, como en los viejos tiempos. Antes incluso de entrar, tomando una cerveza en Mendieta, ya se me llenaba la cabeza con imágenes del viejo Lasesarre. Imágenes, muchas de ellas, emotivas y sentimentales porque me recordaban a gente que ya no está. Al entrar, fue peor. Nos colocamos con la afición del Barakaldo, que había ido en masa, y empecé a saludar a gente que no veía desde que tenía 20 años y lo mejor que podíamos hacer era beber y fumar porros. Algunos siguen igual. Vi el partido como si no lo viera hasta que quedaban veinte minutos. Mientras tanto, todo fue luchar por concentrarse en el juego, que no invitaba a ello. La vista se te iba a todos los sitios, a las torres de iluminación, a los viejos carteles de publicidad, al graderío de pie, a las coloridas pancartas, a la gente que pululaba de un lado para otro como si hubieran regresado del pasado, al bar que da al frontón, a las columnas de hierro forjado, al marcador escondido, al perfil de las viviendas, al cielo postizo por donde iban y venían los aviones, al césped recortado como si fuera una postal en blanco y negro, a los banquillos de cemento, a la boca del túnel, a las porterias incrustadas en los fondos, a la tribuna descolorida... Las Llanas es una pieza de museo, un espejo sentimental en el que me parecía ver al viejo estadio de Lasesarre y ver aquello, por verlo en la memoria, era ver tantas otras imágenes veladas que casi no pude atender al partido. Al final, Bonilla, que llevaba un minuto sobre el campo, nos amargó el día, pero había merecido la pena. La rivalidad aguardará para buscar revancha. Mientras tanto, queda el sentimiento romántico que, por un día, devolvió al fútbol el valor de las cosas intangibles. No valdrá de mucho, pero a mí la derrota me supo más dulce que agria, sin que la pelota tuviera nada que ver.
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