¿Y qué nombre pongo en la cabecera? En fin. He tardado varios días en decidirme a escribir la entrada. No he estado de resaca, simplemente, he intentado que pasaran los días, que pudiera verlo todo con más distancia, con sosiego, con frialdad. Hasta hoy ha sido imposible y, aún hoy, es difícil. El día de fue intenso. Después, con tanta crónica, tanta declaración y tanto reportaje especial en televisión, aún peor. El problema es que las imágenes y las palabras todavía duran, así que mucho tiempo tendría que pasar para mirar esto con perspectiva. El mundo no va a cambiar, nada va a ser mejor, pero el alegrón del miércoles, en distintas medidas y demostrado de distintas maneras, no nos lo quita nadie. He pensado de qué hablar o cómo contarlo, pero aún no me he decidido. Así que voy a hacerlo todo muy personal, sin grandes crónicas que para eso ya están los periódicos, sin pretender sentar cátedra, que para eso hay otros con más talento, intentando contener el ánimo y el corazón.
Lo que recuerdo del miércoles es lo siguiente. La operación de mi abuela fue bien, así que después de volver de Vitoria y charlar con Vickie de cine y del futuro gobierno, me fui al hospital. Aún no me había decidido: ¿en casa o en el bar? Al final, en el bar: calculaba que un paquete de chester podía caer y en casa el tabaco está prohibido. Recuerdo que me senté solo en la mesa que está bajo el televisor. De espaldas, tenía a Enrique, al señor que se compró un cuadro de Iñaki Bilbao, a los que estaban jugando la partida, un marroquí, Charo en la barra y alguno más. Da igual, yo solo miraba al televisor. Recuerdo los goles, que apretaba los puños, que grité. Recuerdo que Charo me acercó un plato con cacahuetes pero no los toqué hasta que Mejuto pitó el descanso. Recuerdo mandarle un mensaje a Emi: espero que hoy seas de los míos, si Capel pasa por tu banda, agárrale del cuello. Recuerdo que en el descanso, le mandé otro a mi hermano: vete a casa de Riki a ver la segunda parte. Había decidido verlo solo en casa: no fuma y no se fiaba del tamaño del disgusto. Pero vino al bar. Y sonreía. Y hablamos sin encendernos y esperamos a que terminara el partido. Nos chocamos la mano, mirándonos a los ojos, con las palmas aún rojas de aplaudir. Recuerdo acercarme a Andoni y agarrarle por los hombros: hace solo dos semanas sufrió un ataque al corazón, los médicos dijeron que pocos podrían haber salido de aquella situación. Recuerdo que le dije: con toda la mierda que nos hemos comido tú y yo ahí sentados, tantos domingos a la basura, ya era hora de una alegría. Le volvió un brillo sano a los ojos que se le había tamizado desde el ataque. Sobrios, pero emocionados. De camino a casa, no callamos. Mi madre llamó por teléfono: habían visto el partido en la habitación del hospital. Mi madre les animó. Quizás el primer partido completo que veía en su vida. Recuerdo que dijo: por los pasillos vacíos del hospital, se oía a la gente gritar. Al llegar a casa, programas especiales, un flipado moviendo la cintura con lujuria detrás de la periodista que cubre las celebraciones en Pozas, los jugadores en el palco, en el balcón, los gritos, la gente, yo qué sé. Todo eso recuerdo: ésa fue mi parte y ésa será mi memoria del partido. Recuerdo: al día siguiente compramos tres periódicos. Leo otros dos tomando un café antes de ir al hospital. En una de ellas se ve a Emi de espaldas a Toquero, que lanzado al suelo celebra el gol que cierra con un lazo la historia humilde y voluntariosa de este jugador. A la tarde, recuerdo, me llega un correo electrónico. Confirmado: en Semana Santa estaré en el paro. De vuelta a la vida real, pero la alegría sigue, como un runrún apenas audible, en el fondo del fondo del fondo del estómago. Quiero ser como Gaizka Toquero, como Koikili que secó a Navas, como Del Olmo que no jugó. Quiero ser como ellos: cuando todo vaya mal, aún pensaré que podría ir peor y lucharé con ganas para que vaya mejor.
Sábado: han pasado dos días, quedan sesenta y siete para la final. Pero da igual. Ya da igual y dará igual. Fue un día magnífico.
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