Aún no se ha levantado la calima. Aún no he aterrizado. 
Estoy sin estar. Incluso, en esta habitación de hotel todo parece un poco 
irreal. Dicen que vivir en una isla hace isleño al que la habita. Así dicho, no 
suena a nada. Como el viento aliso, aunque éste si sabe a algo, a promesa de que 
mañana quizás pueda ver el mar. Estoy en Tenerife, lejos de casa. Hoy me he 
perdido. He caminado perdido mientras intentaba buscarle un sentido a mi 
aventura. Al final, he desistido. He vuelto a atrás, he cogido un taxi como si 
fuera un bote de auxilio y le he dado el nombre de mi hotel como si fuera la x 
en el mapa del tesoro. Cuando he pagado y he bajado me he sentido derrotado, 
extranjero, inútil. Tengo un sabor extraño en la boca, como a tierra, a sal, a 
arena. Quizás sea el sabor de la distancia.
Aquí luchan a su manera. 
Lo llaman lucha canaria. Y hay un estadio solo 
para ello. Se llama el Pabellón Pancho Camurria. Lo he visto esta mañana 
mientras otro taxi nos llevaba hasta la facultad. Me he dado la vuelta y lo he 
buscado con la mirada mientras nos alejábamos. Pancho Camurria y su lucha. 
Sonaba extraño. Extranjero. Sonaba a tierra, a sal, a arena. A distancia. 
He entrado en la habitación y he encendido todas 
las luces, he abierto las ventanas, he subido la voz del televisor. Me da igual 
lo que digan, que digan algo. Necesito ruido, luz que llene esta habitación. Si 
éstas son las islas afortunadas, yo necesito fortuna. Fortuna y compañía. Aunque 
sea la compañía de un fantasma. Aunque sea la compañía de la memoria, de la 
distancia, de la sal, la arena y la añoranza. Eso me gusta: echar de menos, la 
promesa del viaje, irme y volver. El equilibrio inestable que apenas puede darle 
un sentido a esa tensión. 
La habitación es enorme: tengo cocina, sala de 
estar, balcón, la impresión de que todo esto es una farsa, una comedia, la 
ilusión truncada de un hogar sin familia. Solo estoy yo. Así que enciendo el 
ordenador y me dejo de juegos de palabras, de poesía barata, de buscarle 
metáforas al bendito dolor de la morriña. Me gusta la morriña tanto como la 
excitación del viaje. Pero ahora necesito sentirme en casa, así que busco la 
red, enredo en el espacio imposible y ficticio y viajo en el tiempo como Marty 
McFly, no fue hoy, hacia atrás, hacia ayer, al martes que ya terminó y vuelvo a 
la plaza del pueblo, al bullicio, a los colores que se confunden, a los ruidos, 
las voces, los cánticos que se convierten en un recuerdo imborrable que 
despierta otros. 
Veo fotos, veo vídeos, leo a la gente hablar 
sobre ello. Fue un día feliz. Un día de los que son felices con todas las 
consecuencias, de los que recuerdan los días que no lo fueron, de los que 
consiguen que la felicidad no se trunque aunque se evoque la tristeza que 
tampoco se corrije. Porque lo que dolió duele, pero lo que place, no lo puede 
estropear lo que dolía. Tenía en la garganta un grito, en la memoria un 
recuerdo, en el corazón una persona. Alguien desde el balcón se lo dedicó a 
otra, pero fue como si se lo dedicara a la mía, e hizo mi día aún más feliz, y 
quiero creer que también el de mi padre. Fue un día en negro y gualda que ahora 
es en blanco y negro. Pero me sabe la boca a sal, a arena, a distancia, y, sin 
embargo, solo soy capaz de sentir que la distancia se salva, que la arena se 
escurre, que la sal te da la vida. Que el martes fue un día feliz porque todos 
los días tristes solo sirvieron para que éste fuera aún más feliz. 
Y aún sigo sin saber quién fue Pancho Camurria. 
Quizás cuando se levante la calima sea capaz de descubrirlo. 
Cierro el ordenador, se acaban los vídeos, pero 
sigo sonriendo, y esta habitación es mucho más pequeña y acogedora de lo que me 
parecía. Así que pongo música, cojo el teléfono y me prometo que cuando subamos 
a Segunda A seré aún más feliz que en los días felices. 
Posdata: cinco minutos después de escribir esto, 
como me sentía un poco gilipollas, le di al botón y lo publiqué, porque creeme, 
cuanto más te pongas en evidencia, más sencillo se hace llevarlo bien. Hay que 
ser imbécil. Pero... yo nunca me rindo, ya sabes de qué equipo soy. 

2 comentarios:
Yo no me perdí, pero hablando de lucha, boxeo, viajes, soledad y demás; tuve ocasión de ver, en La Habana, el gimnasio Rafael Trejo. Dicen de él que es la mejor escuela de boxeo cubano. Está en La Habana Vieja, en la calle Cuba. Se ve desde fuera y se intuye desde lejos. Espectacular, como toda la ciudad. Este vídeo muestra algo de ello: http://www.youtube.com/watch?v=l4V-VJFP3ZY
Saludos,
Alvaro
Esto va de islas, ¿no? Algo en común ya tienen, aunque suene a tópico. Bueno, lo tuyo a trópico.
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