Un día. Más bien cinco. Cinco días resumidos en cuatro fotocopias dobladas que, hasta ahora, habían permanecido arrinconadas en una esquina de la balda.
Ayer, salieron a la luz.
Me puse a hacer limpieza y encontré el bulto, y lo desdoblé, y antes de ponerme a leer, ya empecé a sonreír. Como sonríes a un niño que hace algo gracioso sin ser consciente, o como cuando descubres que tu madre es algo más que tu madre y también tiene excentricidades y caprichos. Esa última viene a cuento de otras cosas, pero sirve. Lo que quiero decir: que me reía por condescendencia, porque me resulté entrañable por un momento. Éste es un sentimiento peligroso, y bastante patético, pero para un rato, de vez en cuando, no está mal.
Me imaginé a mí mismo emocionado, comprando el periódico al día siguiente, haciendo las fotocopias y guardándolas aún a sabiendas de que aquel gesto no tenía ninguna utilidad. Pero lo hacía. Como si fuera una forma encriptada de canalizar una emoción que no sabía cómo exteriorizar.
Os lo digo desde ya: las he hecho trizas y ahora mismo veo los pedazos en la papelera. Se acabó la condescendencia y el patetismo, ¿no? No creo, me veo mucho tiempo cometiendo el mismo error, pero, por lo menos, hemos crecido, y hay que ir renovándose. No dudes de que puede que más pronto que tarde me encuentre fotocopiando otros periódicos, pero 9 años ya eran suficiente para éste.
Y ahora me explico.
Cuando ocurrió esto, yo tenía aún (entonces, hubiera dicho, ya) 24 años. Era el mes de abril y estaba trabajando de becario en una biblioteca pública de una localidad de la margen izquierda vizcaína. Horas y horas rutinarias y aburridas clasificando y catalogando libros en frente de un ordenador, en un sótano que, al menos, era muy luminoso. Y húmedo. Pero tenía mi media hora a mitad de mañana para salir a tomarme un café. Y aquel día la aproveché. Media se convirtió en una hora, me cubrieron las espaldas mis compañeras, y me encerré en una tasca del casco viejo de aquella villa para, en un bar vacío y donde aún se podía fumar, junto a un camarero ojerizo y poco simpático, me bebiera cuatro zuritos viendo uno de los mejores espectaculos de ciclismo que he visto desde la pequeña pantalla. Habrá habido muchos más y mejores, pero yo no los he visto.
En concreto, y si no me equivoco, hablo del 11 de Abril de 2003, un viernes lluvioso en el que se cerraba 43º edición de la Vuelta al País Vasco - Euskal Herriko Itzulia.
En aquella edición aún se disputaba el doble sector, y era precisamente aquel día. Por la mañana, una etapa corta pero peligrosa que empezaba en Doneztebe y terminaba en Hondarribia. Por la tarde, la contrarreloj. Los expertos apuntaban a que la victoria final podía estar entre Tyler Hamilton y Dario Frigo, dos de los corredores más en forma en aquel comienzo de temporada, y se esperaba que los dos hombres del Euskaltel más potentes en las etapas anteriores, Iban Mayo, que ya había ganado destrozando al pelotón en Deskarga, en la primera etapa que terminó en Legazpi, y Samuel Sánchez, intentaran dar la sorpresa.
En la salida, comenzó a llover. La lluvia se volvió granizo con el frío y se barruntaba que aquello podía ser una escabechina. Y así fue: solo 78 corredores llegaron a meta al final del sector de la mañana.
La carrera había empezado cuatro días antes con los mejores corredores del mundo en el pelotón a excepción de Armstrong. En la primera etapa, en Legazpi, Iban Mayo seleccionó el grupo y luego batió a Ángel Vicioso y a Tyler Hamilton. Al día siguiente, en Plentzia, Vicioso se tomó la revancha y ganó por delante de Igor Astarloa y Alejandro Valverde. En Vitoria, le tocó turno al murciano que se deshizo de Davide Rebellin y Fabien Wegmann. Por último, en Doneztebe, el día anterior a la traca final, Marco Pinotti fue el que se llevó el gato al agua por delante de Alejandro Valverde y Ángel Vicioso.
Así, quedaba todo por disputarse para un día doble, el último, que tenía un protagonista especial por la mañana: el alto de Erlaitz, solo 4 kilómetros, pero a una media del 14% de pendiente. Aitor Osa, Leonardo Piepoli, Alexander Vinokourov, Raimondas Rumsas, Manolo Serrano o Francesco Casagrande eran algunos de los favoritos al principio de la ronda, pero, al último día, habían llegado en especial estado de forma Dario Frigo, Tyler Hamilton y un Euskaltel que presentó un bloque muy potente, con Roberto Laiseka, David Etxebarria, Alberto Martínez, Iker Flores o Haimar Zubeldia, además de los dos que ya nombré, y había intentado controlar la carrera durante toda la semana.
El primer sector, como ya dije, salía de Doneztebe. Antes de llegar a Erlaitz, ya se había hechouna pequeña selección, 30 corredores llegaban en cabeza a las primeras rampas. Muy pronto, el que ataca es Iban Mayo y se va. Frigo sufre como un condenado para intentar cogerle y Samuel se pega a su rueda. Samuel está excitado y ataca al propio Frigo. Alcanza la cabeza, pero no puede darle relevos a Mayo porque va reventado. Por detrás, Frigo sufre y sufre, Hamilton se acerca. Frigo sufre tanto en las empinadas rampas de Erlaitz que sobre la línea que señala el final del puerto atrapa a Mayo. Hamilton, en los primeros compases del descenso, se añade al grupo. La lluvia arrecia y la carretera está muy resbaladiza. Gorospe se desgañita para gritarle a sus corredores. Está convencido de que pueden ganar. Tienen que jugársela en el descenso. Y lo hacen. Samu y Mayo, al unísono, se van para adelante. Hamilton sufre, pero intenta no perderles de vista. Frigo va perdiendo segundos en un goteo interminable. Cada curva que trazan, a mí se me para el corazón, el camarero me pone otro zurito. Se acaba el descenso rápido y recupero el latido, pero Tyler Hamilton tiene clase y llega. Y colabora. Los tres quieren distanciar a Frigo, que sigue intentándolo y luchando contra el espacio. La idea es llevarse, al menos, la etapa. Y de hecho, como al día siguiente relataba el que fuera (ya no se dedica a ello, creo) un excelente periodista de ciclismo, Unai Larrea, que vivió la etapa en el coche de Julián Gorospe, se produce esta conversación entre el coche del Euskaltel y el que conduce Johnny Weltz con Bjarne Riis de copiloto.
“La etapa es para nosotros”, le grita Julián a Weltz. “¿Cómo? No, no, que gane el más fuerte”, replica el danés. “¿Qué? Pues mando que sólo uno le dé relevos a Hamilton”, replica Gorospe. Weltz: “¿Cómo? Entonces nos cogerá Frigo”. Julián: “Pues que nos coja.”
Comienza la batalla en un llano corto pero extenuante. Mayo ataca en el último kilómetro para machacar a Hamilton y que gane Samu, pero éste no puede. Hamilton aguanta con clase y se acerca la línea de meta. Entonces, se va la imagen. No se ve nada. ¡No se ve nada! Le grito al camarero, que por primera vez, parece despertar. Pero se escucha a Fermín Aramendi. Aramendi grita nombres, Aramendi pone el suspense a una pantalla en negro. Y Aramendi grita repetidas veces el nombre de Iban Mayo. En el esprint final, el corredor de Igorre le pone la rúbrica a una etapa épica, espectacular.
Y aún estaba lo mejor por venir. Dos etapas y dos hombres en el pódium final ya eran suficiente bagaje para un Euskaltel-Euskadi que también ganaría la clasificación por equipos. Pero el primer puesto de la clasificación final quedaba muy difícil. Iban Mayo y Tyler Hamilton estaban en el mismo tiempo, y el corredor de Massachusetts era uno de los mejores expertos mundiales en la lucha contra el reloj.
El recorrido, sin embargo, era exigente. Bastante técnico, y no dejaba de llover. A mitad de carrera, en la ermita de Guadalupe, Tyler Hamilton le sacaba unos pocos segundos a Iban Mayo. Pero el de Igorre sabía que lo mejor estaba por venir. En cada curva empezó a jugarse el físico, apuraba los vallados, dejaba que su tubular resbalara sobre el suelo húmedo. Hamilton, sin embargo, pensaba en el Giro de Italia. Y Mayo ganó. Con uno de los mayores recitales que se recuerdan en la Vuelta, uno que le ponía a la altura de Tony Rominger o Alex Zulle, una victoria final, más tres etapas, en su primera participación en la Vuelta al País Vasco. Es más: victoria contra el reloj en su primera participación en una contrarreloj profesional.
Las hojas de periódico que fotocopié y he guardado durante tanto tiempo, aún lucían titulares como estos: “Por Mayo a Julio: El de Arratia gana la Vuelta al País Vasco y acerca el Tour a Euskaltel” o "Mayo anuncia su reinado: Iba, terrible, destroza y gana el sector matinal, la crono vespertina y la general en su primera Vuelta al País Vasco”. Tanto periodistas como aficionados estaban ansiosos por encontrar al nuevo ídolo local. Joserra Cirarda, en su columna, apuntaba cosas como ésta: “nos hizo recordar las grandes gestas del ciclismo antiguo, cuando las carreras se ganaban atacando desde el primer día hasta el último.” Unai Larrea también se dejaba llevar por la euforia. David Etxebarria se quedaba sin palabras en su columna.
Iban Mayo Díez tenía 25 años. Ya había destacado en amateurs a pesar de pasarse un año en blaco porque se rompió los dos tobillos y un codo tras un accidente de tráfico. Sabino Angoitia lo recuperó para el Cafés Baqué, pero nadie le daba la oportunidad de debutar en profesionales porque, decían, tenía fama de díscolo.
Aquel año de 2003, acabaría por su mejor año profesional. Ya había ganado la Midi Libre, la Clásica de los Alpes y una etapa en la Dauphine en el año de su debú. El año siguiente hizo una buena Vuelta a España, pero su rodilla le dio muchos problemas. En 2003, además de la Vuelta al País Vasco, sería segundo en la Lieja poco después y se llevaría un par de etapas en la Dauphiné Liberé, pero su nombre resonó a nivel internacional cuando coronó en solitario el Alpe d’Huez y terminó 6º en la general final del Tour. En 2004, y después de renovar por Euskaltel tras mucho discutir, ganó en Alcobendas, Naranco, Vuelta a Asturias (para otro día el recital de esta Vuelta) y, sobre todo, la general final de la Dauphinè Liberè, donde además se llevó dos etapas, una de ellas impresionante, en la que aventajó en más de dos minutos a Armstrong en la cronoescalada al mítico Mont Ventoux. Sin embargo, el Tour fue un auténtico fracaso. Una mononucleosis y el pavés de Flandes le hicieron retirarse cuando la carrera llegaba a los Pirineos. 2005 se lo pasó prácticamente en blanco. Y en 2006, sombras y luces en la Dauphine, con una gran victoria en La Toussiere, para, al final, sucumbir otra vez en el Tour. Una faringitis, según explicó el equipo, le llevó a perder 24 minutos en la primera etapa de montaña y a retirarse en el Tourmalet. Por varias razones, no renovó por el conjunto vasco y fichó por el Saunir Duval de Matxin, donde también trabajaba su amigo y antiguo director Sabino Angoitia. Gana una etapa en el Giro de Italia, pero tiene problemas con la testosterona, aunque la UCI aclara que es endógena y no es sancionado. El Tour no es lo que esperaba, nuevamente, y comienza el final de su carrera cuando es acusado de dopaje con EPO tras un control en el Tour de Francia de 2007. Empieza un proceso oscuro y ridículo en el que el laboratorio de Chatenay-Malabry confirma el positivo por la primera muestra y rechaza hacer la segunda porque el laboratorio está cerrado por vacaciones. La muestra B viaja a Gante y no queda claro que sea un positivo. Se hace un nuevo análisis en Sydney y las conclusiones siguen siendo confusas. El primer laboratorio, el francés, confirma el positivo analizando la muestra B a la vuelta de vacaciones. La Federación Española no le sanciona viendo las irregularidades del proceso, pero la UCI recurre al TAS a pesar de los dos análisis no concluyentes de la muestra B y se le sanciona por dos años desde julio de 2007 hasta julio de 2009. Mayo dice que no volverá a correr, y no vuelve.
No volvió. Y yo volví a trabajar. Pasé de puntillas por el despacho de la jefa y me senté en mi puesto tras guiñarle un ojo a mis compañeras. La sonrisa me delataba. No sé si aquella alegría hubiera sido tan intensa de haber sido Hamilton quien venciera al esprint aquella mañana lluviosa tras el descenso de Erlaitz, pero, de lo que sí estoy seguro, es de que hubiera recordado aquel día como lo he recordado desde entonces, como uno de los mejores espectáculos de ciclismo que he visto por televisión. Habrá habido más, repito, y mejores, pero yo no he visto muchos. Pocos han sido los que me han obligado a fotocopiar páginas de periódico. Aunque, nueve años más tarde acaben aquí, en la papelera de la oficina.