Mi tío siempre fue un misterio para mí. Hace mucho tiempo que no le veo. No sé dónde está, con quién. Ni tan siquiera sé si está bien. Pocas son las imágenes que guardo de él, y una es ésta: sentado en el porche de la casa de Alaejos; mientras todos lloraban dentro, él se mecía en una silla y miraba al frente, en silencio, ajeno, lejos, tan ausente que parecía haber abandonado su cuerpo.
Aquel verano mi familia cambió para siempre. Un accidente de automóvil, en el que él no estaba, cambió su vida y, como digo, la de toda la familia. Para siempre. Mis primos y mi tía sí estaban. Yo tampoco estaba. De hecho, no estuve hasta mucho tiempo después, cuando me di cuenta de que mi primo nunca volvería. Nunca.
Mi tío siguió siendo un misterio para mí. Se marchó a vivir a Valladolid y dejé de verle en otro tiempo que no fuera el seco y ocre del verano en la meseta. Siempre llegaba tarde a comer, se sentaba en el sillón orejero y apenas decía dos palabras. A veces, sonreía. Cuando quería hacer algo, se excitaba con una solemnidad tan maciza que sus abrazos te ceñían en el aire. Yo tenía la misma edad que su hijo, que mi primo.
Solo guardo una imagen de estos días: los dos solos, en una furgoneta destartalada, conduciendo por un camino vecinal de tierra. Todo temblaba. La guantera estaba llena de papeles, de paquetes de ducados, de destornilladores, de monedas sueltas. No dejaba de hablar. Me preguntó:
- Entonces, qué, ¿te gusta el fútbol?
Yo asentía mientras miraba lo mismo las lenguas de tierra que hacían tan grande el espacio, como su perfil misterioso, impenetrable, aquella sonrisa tan oscura.
- Serás del Bilbao, ¿no?
Yo asentía. Incómodo, incapaz de situarme entre tanto espacio, a tanta velocidad, con tanta gente. Él miraba al frente y allí donde mirara, yo no veía nada.
- ¿Sabes quién era Argote?
Decía que no con la cabeza, intentándole buscar los ojos, mirando como las monedas tintineaban en la guantera. El polvo. El ruido del mullido de los asientos. El olor a tierra. El calor en mi piel.
- Era el mejor de todos. Metía goles de córner, directos, como quien se pone un café. Elegante, sobrio, ¿a que no sabes quién es?
No sé dónde fuimos, a dónde íbamos, cómo terminó aquel viaje. Es la única imagen que guardo de aquellos días: el calor en mi piel, el olor a tierra, el ruido del mullido, el polvo, las monedas, su mirada perdida y su torpe sonrisa que se empeñaba por permanecer, ajena, lejos, tan ausente que parecía haber abandonado su cuerpo.
Por eso, Estanislao Argote es un misterio para mí. Ayer, tomando un café, como quien se pone un café, vi una vieja foto de él, chutando al balón, colgada en un bar. Me acordé de mi tío, sin saber muy bien por qué.
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