En el patio del instituto, todos los viernes por la tarde. No recuerdo muy bien si antes íbamos a casa a comer y luego volvíamos. Supongo que sí. Pero, a media tarde, allí estábamos los cuatro, prácticamente sin hacer la digestión, que era algo que preocupaba sobremanera a las madres de entonces. E, B, T y yo que también tendría que llamarme T pero dos llevan a confusión. E era Larry Bird pero no se parecía en nada a él. B era Michael Jordan y sí que intentaba imitarlo. Como aquel otro tío que cuando jugaba en el equipo de Minas su padre siempre comentaba desde el banquillo como había estado practicando aquella jugada que aprendió del mismísimo Michael Jordan, como si el 23 hubiese venido en vuelo directo desde Chicago para enseñársela. T, por su parte, no tenía un modelo muy claro a seguir, lo suyo era entrar a canasta con los pasos marcados y la jugada del polvorón. Yo era Magic Johnson pero en lo único en lo que me parecía a él era en el sobrepeso que cogería tiempo después de su retirada.
E y T siempre jugaban juntos porque eran prácticamente vecinos. B y yo nos conocíamos desde pequeños, así que hacíamos equipo aunque, a veces, muy pocas veces, nos cambiábamos por aquello de repartirse al torpe que, por lo común, era yo. Horas y horas de sudor, tiros fallados y piques sin apuestas pero con el orgullo minúsculo de la corajinosa pubertad. A veces ganaban unos, otras veces otros y todos teníamos un rol y un carácter que empezaba a aflorar y se confirmó mucho tiempo después. No creo que aprendiéramos a jugar al baloncesto, pero el baloncesto nos enseñó a compartir, competir, enfadarse, perdonar, olvidar y recordar para siempre. Los pósteres ya no están en nuestras habitaciones. Los sueños nunca fueron muy tangibles. En realidad, creo que aquello solo era una metáfora. Una metáfora que ahora tiene un significado distinto, visto desde tan lejos y tan tarde.
Muchos años después, acompañado por un simpático chaval llamado Jacob, me saqué una foto junto a la estatua que erigieron en honor a Michael Jordan justo a la entrada del estadio de los Chicago Bulls. También nos fotografiamos junto a la puerta de su casa, con el 23 labrado en forja. Me acordé de los tres. T se casó con una anestesista y ya no sé nada de él. B también se casó y trabaja en algo relacionado con el deporte, pero un deporte que usa una pelota mucho más pequeña y no mueve tanto dinero. E y yo aún quedamos para tomar unas cervezas y evocar aquellos días que se han ido haciendo tan pequeños que apenas podemos verlos sin las gafas de la nostalgia. Yo escribo con ínfulas poéticas tan mediocres como esa última y no he vuelto a coger un balón de baloncesto desde que jugaba con aquel chaval tan simpático en el garaje de su casa en Ida Grove, Iowa. E sigue siendo Larry Bird, B, Michael Jordan y T no tiene ningún modelo muy claro a seguir. Yo cada día me parezco más a Magic Johnson y los cuatro volveremos algún día a jugar en el patio del Instituto, aunque sea en diferido. Y los sueños, sueños son.
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